El cuerpo freudiano 24 Mar 2011

La cópula amorosa, la paliza, la pantufla...

Página 12 | Leo Bersani

El pensador Leo Bersani, mediante la relectura crítica de una obra fundamental de Sigmund Freud, procura cernir “el misterio de la sexualidad humana”, ese “placentero-displacer”, esa rara “picazón que busca más picazón”: quizás “el masoquismo, como modelo de la sexualidad, nos permite sobrevivir a la infancia”.

 

La primera sección del tercero de los Tres ensayos para una teoría sexual (1905), de Freud, es un interesante y tortuoso intento de definir la naturaleza del placer sexual y de la excitación sexual. El placer del orgasmo genital, escribe Freud, “es el mayor en intensidad y se diferencia de los demás en su mecanismo, siendo producido totalmente por una exoneración y constituyendo un placer de satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido”. Es importante notar que, en los Tres ensayos..., sólo el placer genital es definido como el placer de descarga o liberación de la tensión. Freud llamará “placer preliminar” al “placer provocado por la excitación de las zonas erógenas”, y “el producido por la descarga de la materia sexual” se conocerá como “placer final”.

Sin embargo durante la infancia, antes de la pubertad, los llamados placeres previos, los de las zonas erógenas, existen independientemente del placer final. En la conclusión de los Tres ensayos... Freud se queja de “nuestra ignorancia de los procesos biológicos que constituyen la esencia de la sexualidad” y de que, en consecuencia, ha sido incapaz de explicar satisfactoriamente “las relaciones entre la satisfacción sexual y la excitación sexual”. Pero esta confesión de fracaso sólo se aplicaría a la ontología de la sexualidad infantil, pregenital. En el placer final puede no haber, hablando estrictamente, ninguna relación entre satisfacción y excitación, dado que esa forma de placer consiste simplemente en la extinción de la excitación. Y esto nos conduce a preguntarnos si el fin del sexo, la meta del sexo, podría también ser su fin, su desaparición.

En verdad, las cosas son completamente diferentes –y mucho más problemáticas– cuando se trata de definir el placer de las zonas erógenas. Escribe Freud: “El carácter de tensión de la excitación sexual plantea un problema, cuya solución se muestra tan difícil como importante sería para la inteligencia de los procesos sexuales”. Freud se pregunta: ¿cómo pueden conciliarse la tensión displacentera y el placer?

La sexualidad no sólo se caracteriza por la producción simultánea de tensión placentera y displacentera; quizá más bizarro es el hecho (que Freud nota enseguida en esta sección al comienzo del tercer ensayo) de que la tensión placentera-displacentera de la estimulación sexual no busca ser liberada sino incrementada. Generalmente, Freud tiende a hablar de la excitación sexual como si fuera algo así como una picazón o una urgencia por estornudar. Pero, en el sexo que precede a la descarga, la analogía con la picazón ya no se sostiene. Después de todo, nos rascamos para sacarnos una picazón, pero –para seguir por un momento con la analogía– ahora tenemos una picazón que no busca nada mejor que su propia prolongación e incluso su propia intensificación. Si usted toca, escribe Freud, la piel del pecho de una mujer excitada, el contacto producirá un sentimiento placentero que “despierta la excitación sexual que reclama más placer”.

“El problema –concluye Freud– está en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer mayor.” La misma pregunta se formuló de manera más aguda en el segundo de los Tres ensayos..., cuando, al discutir sobre la sexualidad infantil, Freud admitió encontrar algo que “puede extrañarnos” en el hecho de que “una excitación necesite para cesar una segunda y nueva excitación producida en el mismo sitio”. ¿Cómo entenderemos este modo excepcional de tratar con los estímulos y con el deseo de repetir e incluso de intensificar una tensión displacentera? ¿Qué querría decir que en la sexualidad el placer es de algún modo distinto de la satisfacción, quizás incluso idéntico a una especie de dolor?

Freud ya estaba considerando una problemática de la repetición. Pero en los Tres ensayos..., la misteriosa repetición (e incluso la intensificación) de algo displacentero se considera como inherente a la sexualidad. La imposibilidad de definición parece inscribirse en el acto mismo de la descripción. Como confiesa Freud, nunca llegamos a la “esencia” de la sexualidad, sino que de alguna manera la sexualidad estaría conectada a un placentero displacer, o al impulso de incrementar un ya displacentero placer, o de suprimir un estímulo por la vía de replicarlo.

Y aún no vimos el final de estos intentos de replicación. Toda la perspectiva teleológica se ve amenazada por la famosa afirmación de Freud acerca de que “el encuentro de un objeto es propiamente un reencuentro”. Aquellos que pasamos la horrible prueba de las fases de la sexualidad infantil, que logramos ajustar jerárquicamente los componentes pulsionales de la oralidad y la analidad al dominio de lo genital, nos encontramos –si tenemos suerte con los objetos– de vuelta en el comienzo mismo de todo el proceso: “No sin gran fundamento, ha llegado a ser la succión del niño del pecho de la madre modelo de toda relación erótica”. El final de la historia está ya en su comienzo; el movimiento teleológico se revierte en el mismo momento en que alcanza su meta, y la línea narrativa de la sexualidad se completa a sí misma como un círculo.

Plateada

Si Freud tiene dificultad para ubicar lo que al principio pensó como la aberración sexual del sadomasoquismo, es quizá por la conclusión no reconocida y ciertamente no deseada hacia la cual su investigación podría haberlo conducido. ¿Podría ser que esta manifestación excepcional o marginal de la sexualidad constituyera su “esencia” esquiva o, más exactamente, que fuera la condición de la emergencia de la sexualidad?

En el mismo texto, en la sección sobre las fuentes de la sexualidad infantil, Freud escribe: “Es fácil advertir que todos los procesos afectivos intensos, hasta las mismas excitaciones aterrorizantes, se extienden hasta el dominio de la sexualidad”. Y “es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del instinto sexual”. Casi cualquier cosa realizará la tarea sexualizadora, como los ejemplos que Freud da lo sugieren claramente: incluyen la atención en el trabajo intelectual, las disputas verbales, la lucha cuerpo a cuerpo con los compañeros y los viajes en ferrocarril.

Esta idea se repite en el resumen conclusivo de los Tres ensayos...: “Se origina además una excitación sexual como producto accesorio en una amplia serie de procesos orgánicos, en cuanto éstos alcanzan una determinada intensidad, y especialmente en todas las emociones intensas, aunque presenten un carácter penoso”.

En pasajes como éste, Freud parece orientarse a plantear que la tensión placentera-displacentera de la excitación sexual ocurre cuando el límite “normal” de la sensación es excedido y cuando la organización del yo es perturbada en forma momentánea por sensaciones o afectos que se ubican de algún modo “más allá” de aquellos compatibles con la organización psíquica. “Cualquier actividad, cualquier modificación del organismo, cualquier perturbación –escribe Laplanche– puede producir un efecto marginal que es precisamente excitación sexual en el punto donde este efecto de perturbación es producido.”

La sexualidad sería aquello que es intolerable para el yo estructurado. Desde esta perspectiva, la característica distintiva de la infancia sería su susceptibilidad para lo sexual. La naturaleza polimórficamente perversa de la sexualidad infantil sería una función de la vulnerabilidad del niño a ingresar en la sexualidad hecho pedazos. La sexualidad es un fenómeno particularmente humano en el sentido de que su propia génesis puede depender de la brecha, en la vida humana, entre las cantidades de estímulos a los que estamos expuestos y el desarrollo de las estructuras del yo capaces de resistir o, en términos freudianos, de ligar esos estímulos.

El misterio de la sexualidad es que nosotros no sólo buscamos librarnos de esta tensión que fragmenta, sino también repetirla e incluso aumentarla. En la sexualidad, la satisfacción es inherente a la dolorosa necesidad de encontrar satisfacción. No se trata por lo tanto de decidir si la crueldad –o, más específicamente ahora, el masoquismo como fundamento de todas las formas de la crueldad– opera o no independientemente de las zonas erógenas, o incluso de la búsqueda de las “influencias recíprocas” a las que la crueldad y el desarrollo sexual estarían sujetos de alguna manera. Más bien, la sexualidad –al menos en el modo en que está constituida– podría ser pensada como una tautología del masoquismo.

Quiero proponer que, más significativamente, el masoquismo sirve a la vida. Es quizá sólo porque la sexualidad está ontológicamente fundada en el masoquismo que el organismo humano sobrevive a la brecha entre el período de estímulos que hace estallar y el desarrollo de estructuras resistentes o defensivas del yo. El masoquismo sería la estrategia física que parcialmente vence un proceso biológico disfuncional de maduración. El masoquismo, como modelo de la sexualidad, nos permite sobrevivir a nuestra infancia temprana. Los animales pequeños ya hacen el amor; los humanos pequeños producen sexualidad. El masoquismo, lejos de ser una aberración individual, es una disposición heredada que resulta de una conquista evolutiva.

El esfuerzo por “reencontrar” un objeto original sería un intento de retorno a una disposición en la que ningún objeto es privilegiado, en la que la sexualidad puede surgir de cualquier fuente (podemos ser estimulados por un pecho, un pulgar, un balanceo, un pensamiento...) y en la cual, finalmente, cualquier parte del cuerpo es una zona potencialmente erógena. “En el placer de contemplación y de exhibición, el ojo constituye una zona erógena”, escribe Freud en el primer ensayo, y, en la sexualidad que implica crueldad, “lo que adopta esta misión es la piel”, que Freud llama incluso “la zona erógena por excelencia”. En una nota al pie agregada en la edición de 1915, Freud escribió: “Nuestras investigaciones y deducciones nos llevan a atribuir a todas las partes del cuerpo, así como a los órganos internos, el carácter de erogeneidad”.

La investigación de la sexualidad humana conduce a una separación masiva de lo sexual, respecto tanto de la especificidad del objeto como del órgano. Deseamos lo que casi nos hace estallar, y la experiencia del estallido es, parecería, sin un contenido específico, lo cual puede ser nuestra única manera de decir que la experiencia no puede ser dicha, que pertenece a la biología no-lingüística de la vida humana. El psicoanálisis es el intento, sin precedentes, de psicologizar esa biología, de forzarla a entrar dentro del discurso, de insistir en que el lenguaje puede ser tocado por, o que puede recoger ciertas vibraciones del ser que nos apartan de cualquier conciencia del ser.

Si la sexualidad humana, como algo distinto de las experiencias de contactos corporales que compartimos con los animales, es un tipo de aberración funcional de las especies, entonces los comienzos abortados, incompletos y no de- sarrollados de nuestra vida sexual constituyen y agotan su esencia. La ontología de la sexualidad es inconexa respecto de su desarrollo histórico. La sexualidad se manifiesta a sí misma en una variedad de actos sexuales y en una variedad de actos supuestamente no sexuales, pero su excitación constitutiva es la misma en la cópula amorosa de dos adultos, en la paliza ilimitadamente sumisa de un esclavo por su amo impiadoso y en la masturbación del fetichista llevada a cabo con una pantufla plateada acariciada con ardor.

La sexualidad es el sustrato atemporal del sexo, aunque el argumento teleológico de los Tres ensayos... representa un intento de reescribir la sexualidad como historia y como relato por la vía de reinstalar estructuras de especificidad de órgano y objeto. El trabajo de Freud es una recapitulación textual de la existencia psicoanalítica del cuerpo. Las fases de la sexualidad infantil y el punto cúlmine del complejo de Edipo dan una inteligibilidad narrativa a un texto de otro modo atormentado, por así decir, por puntos de formulación tautológicos y que se anulan a sí mismos. Del mismo modo, el yo domesticará, estructurará y narrativizará aquellas olas de excitación que simultáneamente ponen en peligro y también protegen los primeros años de la vida humana.