Diccionario histórico y crítico 08 Ago 2010

Libros que no desaparecerán

Perfil | Elvio Gandolfo

El escritor Elvio Gandolfo revisa su biblioteca para trazar una genealogía de su relación con diccionarios y enciclopedias. Y asegura que no hay que apresurarse a decretar la desaparición de los diccionarios de papel en favor de sus ediciones digitales. Como ejemplo, cita el recién reeditado de Pierre Bayle (1647-1706), un libro “a la vez extraordinario y extraño”.

 

Hay dos zonas en que los diccionarios tuvieron importancia para mí: la primaria y la secundaria primero, la traducción después. En la secundaria, me hice adicto al Pequeño Larousse Ilustrado. Me gustaban por ejemplo los datos históricos y biográficos agrupados en una segunda parte. Ahora busqué el ejemplar viejo sin lomo y no lo encontré. No es el mismo, claro, sino la misma edición, que busqué cada vez que tuve que reponerlo. Porque el posterior Larousse en colores siempre me despertó sospechas. El texto era menos denso y rico. 

Otro diccionario sin lomo que sí conservo, y sí encontré, es “el Cuyás”, que empecé a usar cuando hice unos años de inglés, para poder leer ciencia ficción no traducida. Después tuve y usé un Collins, pero no era exactamente lo mismo. Nunca pude acercarme con confianza al DRAE, horrenda sigla, digna de nombrar bichos malignos en sagas tipo Harry Potter: “¡Huyamos! ¡Ahí vienen los Draes!”.

Para mí, desde hace muchos años y hasta hoy, EL diccionario es un Webster New International Dictionary. Second Edition. Unabridged. Se lo compré a fines de los 60 o comienzos de los 70 a un amigo escritor, uruguayo, cuyo padre había sido profesor de inglés. Tiene una tapa muy gruesa de símil cuero rojo oscuro, y todo ese título está centrado dentro de un círculo, con un dorado a fuego que no ha perdido nada de su nitidez. Abajo, una línea adicional avisa: “with REFERENCE HISTORY”. Tiene 3210 páginas de diccionario, incluidos dos de pronunciación de sitios geográficos y de nombres o de abreviaturas, con numerosas láminas. Más 354 páginas de una “Historia Mundial de Referencia”. En cada dibujo pequeño de animal se agrega la proporción. En un pez es de 1/20. En un elefante, de 1/100. Un marciano recién llegado podía hacerse una idea clara del tamaño de mucho animal terrestre sin ver ninguno real, sólo su dibujo pequeño en blanco y negro.

Uso y desuso. Hace mucho, mucho tiempo que no abro ninguno de esos diccionarios. Sacar el Webster no abreviado de entre libros y revistas me llevó un rato de acomodamientos. Cuando lo hojeé, casi me emociono. La fecha es la adecuada para su aspecto de objeto invulnerable, blindado: 1947. Comprobé que sigue siendo para mí EL diccionario. Después tengo otros, como un Dictionary of American Slang, o un Diccionario etimológico del lunfardo de Oscar Conde que me envió la editorial y que guardé por sus fichas muy claras, y porque incluía lunfardo del rock. Todos van cayendo cada vez más aceleradamente en el desuso, debido a Internet o la PC.

Para traducir, por ejemplo, otro amigo escritor y traductor me dio un CD con el Oxford Superlex, que funciona como el arcaico Cuyás de Appleton, con sólo usar la punta de los dedos y no todo el brazo (o ambos brazos, para el Webster Unabridged).

Siempre me llamó la atención la escasez de diccionarios de literatura argentina, a tal punto que aun hoy los dos más útiles son uno muy finito que compiló Adolfo Prieto para Capítulo (bien denominado Diccionario básico de literatura argentina) o el más extenso, pomposamente titulado Enciclopedia de la literatura argentina, dirigido por Pedro Orgambide y Roberto Yahni. Yo mismo, como escritor, figuro en un par de diccionarios de literatura uruguaya (más nuevos que los citados de Argentina).

Tal vez el único diccionario que abro con frecuencia, por utilidad o gusto, es el muy idiosincrático y disfrutable Diccionario de autores latinoamericanos de César Aira. Iba a aparecer en Ada Korn editora, y salió mucho después en Emecé. Estuvo amontonado en mesas de liquidación hasta que la fama de culto de su autor se hizo fama a secas. Además el Tercer Congreso de la Lengua en Rosario, en 2004, hizo correr la noticia y vender una buena cantidad en librerías de la ciudad. Mexicanos, españoles, colombianos y otros lo llevaron y difundieron en sus países respectivos. 

Raro, como encendido. No hay que apresurarse a decretar la extinción de los diccionarios de papel. Un ejemplo es el Diccionario Histórico y Crítico de Pierre Bayle, que acaba de editar con excelencia El Cuenco de Plata. Es a la vez extraordinario, y extraño. Se avisa en tapa: “Selección”. Pero eso no explica por qué las entradas son apenas doce (que van de “Acosta” a “Spinoza”), sobre un total de 507 páginas. Ya la edición inicial era un prodigio, aumentado aquí por la traducción, y la suma de decisiones para elaborar esta (según se supone) primera selección en castellano.

La lectura cambia, respecto a la de cualquier otro diccionario. En cada ficha viene primero la biografía o datos de cada entrada, en cuerpo de letra bien legible. A medida que uno lee, van apareciendo dos tipos de letras entre paréntesis: en minúscula, muy pequeñas, que remiten a notas al pie, y grandes mayúsculas, que reenvían a extensos agregados, en una caja más estrecha, con espacio a los costados. Allí van las referencias bibliográficas, o la traducción de las citas en latín que sean útiles (las otras se dejan sólo en latín). Entre paréntesis también hay números romanos en minúscula (i), (ii), (iii), (iv): son las “Notas de edición”. Por último un “Diccionario del editor” incluye en las últimas páginas las biografías breves de obispos, historiadores, cardenales, o lexicógrafos relacionados con el texto.

La única manera de percibir la originalidad y potencia de este diccionario es usarlo, es decir, leerlo. Hacer una versión digital sería un craso error. Solo he recorrido con minucia cuatro entradas, y la experiencia no tiene parangón, en dos sentidos. Probé ir leyendo las notas a medida que aparecen (algunas de las que tienen letra mayúscula ocupan más espacio que toda la ficha inicial), y leer en cambio la ficha de corrido y después las notas. Conviene la primera opción. Se parece, pero no es igual, al funcionamiento del hipertexto en la PC. Porque se trata de hipertextos lineales, no centrífugos, ni veloces. Esa obligación implica un agregado sucesivo de capas de conocimiento: no sólo de datos, sino de opiniones, discusión, argumentación, bibliografía comentada. El freno sucesivo de ir de una página a otra, ayuda a absorber la información, a captar los cambios de ánimo del propio autor.

En la época de Bayle (1647-1706, exactamente la segunda mitad del siglo XVII) el saber europeo seguía muy pegado a la religión. Había represión, acusaciones de herejía, mezcla intensa de filosofía y metafísica, inquisición. La lectura va presentando ese mundo en convulsión con nitidez y complejidad. Al lector lo intrigan las numerosas referencias negativas al “pirronismo”, hasta que llega a la entrada dedicada a “Pirrón”, donde aparece el problema esencial del Mal, del error.

La discusión y presentación en varios planos interconectados de los problemas y el ámbito del conocimiento en la época (y de los excesos de la razón, para Bayle) apasiona tanto o más que cualquier otra exposición sobre Iluminismo, existencialismo o marxismo. Esos desarrollos vienen en parte de estos años bastante feroces, como lo fueron las refriegas para salvar “la sabiduría”, mientras las iglesias luchaban por conservar el control absoluto y a toda costa.