Apología de Galileo 21 Jul 2009

Vigencia del monje loco

El País | Montevideo | Sebastián Maurente Girelli

 

LOS VEINTINUEVE años, el dominico Tomasso Campanella (1568-1639) ya había comparecido por herejía ante cuatro tri­bunales del Santo Oficio. Sus intereses si­multáneos en la magia, la teoría de la in­terpretación bíblica y las ciencias físicas -hoy desencontrados para siempre­ componían un prontuario tan precoz a los treinta años como lo había sido su cultura a los quince: a poco de ingresar a la orden, a esa edad, corrió entre sus connovicios la insidia de que el Diablo lo había instruido.

Un aprendizaje más lerdo no sólo le hubiera evitado esa calumnia: le habría aliviado la vida. Campanella supo en la adolescencia rebelde todo lo que había que saber para ser un hereje en su época: de haberlo sabido de viejo, lo habría des­ganado entregar el cuerpo decrépito al po­tro y la mazmorra. Cuando por fin empe­zó a envejecer, vivía preso desde hacía tanto tiempo que no había amenaza con que obligarlo a retractarse de sus hetero­doxias. Contando prisiones preventivas, Campanella había palidecido en la cárcel la mitad más larga de su vida al día de su liberación definitiva -1628- a instan­cias del Papa Urbano VIII: treinta y pico de años de sus sesenta de edad, y veinti­cinco de una cadena perpetua por haberse conjurado en 1599 contra la ocupación española en Nápoles. 

El valimiento del Papa al autor de la Apología de Galileo -escrita en cautive­rio hacia 1615- desentona con la dilata­da presunción de que toda la Iglesia, o al menos toda la dirigencia, reprobaba un tratamiento más deferente que la excomu­nión o el calabozo para los sabios en desa­cuerdo, siempre que el desacuerdo no fue­ra contra las Escrituras. La acertada exé­gesis bíblica de Campanella confía en do­cumentar que los de Copérnico y Galileo no lo eran, y aun más: que la Biblia no en­carece otro recato a la razón del hombre que atenerse, nada mas que en cuestiones de fe, a la verdad revelada. Toda ciencia que no se entrometa en la competencia de teología queda excusada de someterse a1 arbitraje bíblico: "...el físico no excluye que el arco iris sea obra de Dios sino ex­plica de qué modo Dios obra, con cuáles Instrumentos, tanto naturales como racio­nales" (págs. 139-140).

Sin embargo, el escrúpulo de Galileo a siquiera rozar materias de fe no bastó a re­traer sus hipótesis de la entonces ilimitada incumbencia de los teólogos. Tal indistin­ción de jurisdicciones agravó en disputa teológica lo que era una disputa científica: la astronomía contemporánea de Copérni­co y Galileo -la rotación de la Tierra al­rededor del Sol, entre otras mociones- ­contra el sistema geocéntrico de Ptolomeo y, sobre todo, la física aristotélica.

Campanella opinaba que Aristóteles impartía errores. (Cuatro siglos antes, el dominico Jorge de Burgos había impedi­do ciertas lecturas del filósofo: quizá ese antecedente remita el parecer personal de Campanella a un parecer colectivo de su orden). Aun Santo Tomás -el domi­nico más benevolente con Aristóteles y su más culto comentador- había pro­puesto reservas a la asimilación de sus doctrinas. En cambio, los que lo habían leído menos o peor -a criterio de Cam­panella- lo encumbraban a una reve­rencia quizá moderada en la teoría, pero en la práctica apenas menos fervorosa que la debida a las Escrituras: de otro modo, el Santo Oficio no maltrataría a un objetor de Aristóteles igual que a uno de Cristo.

El argumento astronómico y el título preciso de la Apología de Galileo no des­lucen su índole filosófica. Hoy que el de­sagravio personal y científico a Galileo indispone de interés, subsiste intacto - sino urgente- el desagravio de Campa­nella a la libertad de pensamiento.