Las alas de la paloma 13 Jun 2009
El Litoral | Henry James
Transcribimos aquí un fragmento del Libro Segundo de “Las alas de la paloma”, donde se nos cuenta cómo se conocieron y flecharon Merton y Kate. Seguimos la traducción de Alberto Vanasco, que El Cuenco de Plata presenta ahora en una cuidada revisión.
El principio —que ella a menudo evocaba— había sido para nuestra joven una escena de supremo esplendor: una reunión organizada en una galería alquilada por una anfitriona que pescaba con gruesas redes. Un bailarín español que se suponía era en ese momento la atracción de Londres, un recitador estadounidense, deleite de un pueblo hermano; un violinista húngaro, admirado en todo el mundo: en nombre de éstas y otras atracciones había sido ampliamente convocada la concurrencia entre la cual—por un raro privilegio— se había encontrado Kate aquella noche. Ella vivía con su madre, según consideraba, oscuramente, y se relacionaba con muy pocos que frecuentaban esas esferas; pero había tratado a dos o tres personas conectadas con ellas, dos o tres personas por medio de las cuales la corriente de hospitalidad, filtrada o difusa, podía entonces esparcirse de vez en cuando sobre candidatos más distantes. Una señora de buena voluntad, en suma, una amiga de su madre y parienta de la dama de la galería, le había ofrecido llevarla a esa reunión, y allí le había suministrado, además, dos o tres de esas presentaciones que, en las grandes veladas, por lo general conducen a otras cosas, y que para ella culminaron, en esa oportunidad, en una conversación con un joven alto, rubio, ligeramente desaliñado y más bien torpe pero en general no del todo aburrido. Ella había tenido la impresión de que él se hallaba aislado, de que estaba —y era de ese modo como el joven se había definido a sí mismo— profundamente en las nubes, mucho más distanciado de todo lo que lo rodeaba de lo que parecía cualquier otro, y aun decidido a escapar de allí, cuando fue puesto en comunicación con ella. Así se lo confesó él aquella misma noche: que sólo su encuentro la había hecho desistir de la fuga, pero que en ese instante comprendía qué desdichado hubiese sido de no haberla encontrado. A tal punto habían arribado hacia medianoche, y —aunque respecto de semejantes observaciones todo radica en el tono— el tono a medianoche había llegado también a ese punto. Ella tuvo desde un principio la total intuición de su carácter reprimido, ciertamente vago —las intuiciones totales eran en ella, con frecuencia, inmediatas— luego había tenido una conciencia semejante de que, antes de cinco minutos, algo —ella no pudo menos que expresarlo así— había pasado entre ellos. No era nada, pero de alguna manera lo era todo. Era que para cada uno de ellos algo había sucedido.
Se habían sorprendido mutuamente mirándose con insistencia y durante mucho más tiempo de lo que es usual en esa clase de reuniones, aunque esto, al fin y al cabo, hubiera significado muy poco de no haber habido además otras cosas. No se trataba, en otras palabras, de que sus ojos tan sólo se hubiesen encontrado: otras facultades y otros centros y otros sentidos también se comunicaron, y cuando Kate más tarde, reconstruía la escena en toda su profundidad y elocuencia, la imaginaba de manera insólita como una representación muy especial. Ella había visto una escalera apoyada contra la pared de un jardín y se había sentido tentada de trepar para poder ver el posible jardín del otro lado. Pero al llegar arriba, se había encontrado cara a cara con un caballero ocupado en la misma maquinación pero desde el otro lado, y ambos inquisidores habían quedado allí, enfrentados en lo alto de sus escaleras. Lo mejor de todo fue que por el resto de la noche los dos continuaron encaramados, que ninguno de ellos retrocedió. Kate, por cierto, se sintió todo ese tiempo asomada en lo alto, como si estuviera allá arriba sin retirada posible. Una explicación más simple de todo esto sería que cada uno se había fijado en el otro con interés; y realmente, sin una feliz circunstancia sucedida seis meses más tarde, aquel episodio no hubiera pasado de allí. Esa circunstancia, por otra parte, se materializó con la misma naturalidad con que ocurre todo en Londres: una tarde, Kate se encontró frente a Mr. Densher en el subterráneo. Había subido en Sloane Square hacia Queen”s Road y el vagón donde había hallado lugar ya estaba casi lleno. Densher viajaba allí, en otro asiento, en uno de los extremos. Ella lo reconoció antes de que se pusieran otra vez en marcha. El día y la hora eran oscuros; había otras seis personas entre ellos y Kate estuvo ocupada en buscar un sitio, pero su conciencia fue tan rápidamente hacia él como si se hubieran encontrado en la llanura luminosa de un desierto. No hubo por parte de ninguno de los dos ni un segundo de vacilación: se miraron a través del sofocante compartimento como si ella hubiese sabido que él estaría allí y él hubiera esperado que ella entrase, por lo que, aunque en aquellas condiciones sólo podían intercambiar sus saludos con movimientos, sonrisas, silencios, se desprendía de dichas manifestaciones que ambos deberían haber descendido en la próxima estación para procurarse mayor comodidad. Kate estaba en verdad segura de que la estación siguiente era la meta final del joven, lo que demostró que si continuaba viaje era sólo por el deseo de hablar con ella. Él debió seguir, para ello, hasta High Street, en Kensington, porque sólo allí la salida de unos pasajeros le permitió acercarse. La suerte le brindó la rápida posesión de un asiento frente al de ella, pero su diligencia en ocuparlo pareció denunciar su ansiedad. Esto, por otra parte, con personas extrañas a cada lado, favoreció muy poco el diálogo, aunque esa misma restricción, tal vez, fue para ellos mucho más significativa que cualquier otra cosa. Si el hecho de que la oportunidad se les volvía a ofrecer a ambos había podido ser expresado con tal intensidad sin pronunciar una sola palabra, los dos debieron sentir al instante que no se repetía porque sí. Lo más extraordinario del caso fue que no se hallaban, de ninguna manera, en las mismas condiciones en que se habían dejado, sino mucho más avanzados, y que a esos nuevos lazos se agregó otro entre High Street y Notting Hill Gate, y entre esta última estación y Queen”s Road el progreso fue realmente desproporcionado. En Notting Hill Gate el pasajero sentado a la derecha de Kate descendió y Densher se lanzó en el acto sobre su asiento, aunque no ganaron mucho con esto porque una señora, en seguida, se lanzó sobre el de Densher. Éste apenas pudo decirle unas palabras; o ella al menos apenas comprendió lo que él le dijo. Estaba muy ocupada con la certeza de que una de las personas sentadas enfrente, un jovencito que lucía un monóculo y que enderezaba constantemente su adminículo, había comprendido desde un primer momento que ella estaba extrañamente alterada. Si aquel chico se había dado cuenta, ¿qué no habría pensado Densher? Pero esto quedó contestado por demás cuando al llegar a su estación ella descendió y él la siguió sin vacilar un instante. Ése había sido el verdadero principio, el principio de todo lo demás; la ocasión anterior, la reunión en la galería, había sido tan sólo el principio de esto. Nunca antes en su vida había ido tan lejos, porque siempre antes —en cuanto las pequeñas aventuras pudieron significar algo para ella— había habido, según el criterio vulgar, más elementos de juicio. Él la acompañó hasta Lancaster Gate y después ella lo acompañó hasta alejarse de allí... “Por el amor de Dios”, se había dicho a sí misma, “como la mucama flirteando con el panadero".