Los siete pecados tropicales 24 Jul 2004

El cine en Puig: la vida es sueño

Revista Ñ | Sergio Wolf

 

Es difícil que alguien hable de la biblioteca de Puig. Casi todos los que lo conocieron prefieren hablar de su colección de películas, que se abastecía con los envíos que sus amigos cinéfilos cumplían ritualmente desde las distintas partes del mundo, como una forma de peregrinación sin visita al santuario de Puig. Incluso el diferendo que esgrimen en la cifra de películas que tenía —¿2000?, ¿5000?— busca agigantar esa idea de que las películas eran el alimento a metabolizar, como si Puig fuera solamente un montajista que compagina películas confeccionadas con retazos o fragmentos de las que filman otros, en un gesto que no parece diferir mucho de los que hicieron célebre al Pop-art. Muerto Puig, para muchos de ellos fue un trofeo que les hayan tocado tales y no otras películas, porque sería como quedarse con los originales del escritor pero escritos por otros. De ahí la oralidad, claro. Las películas no se reproducen, se cuentan. Y especialmente no se explican, porque "pierden emoción", como le dice Molina a Valentín, en "El beso de la mujer araña". El cine es un pasaje al otro lado, el espejo de Alicia, el salvoconducto que permite cruzar la frontera durante una hora y media. Saber contar es una estrategia narrativa pero sobre todo es una estrategia oral. La verdadera realidad es la del sueño, la de la pura subjetividad. Escribe Puig: "En la pequeña pantalla de cine de una ciudad pequeña, se proyectaba una realidad paralela". Ese es el secreto de la teoría del cine de Puig: esa realidad paralela sustituía a la otra. Si el propio Puig dijo que el Toto de "La traición de Rita Hayworth" era demasiado parecido a él, es lógico que lo definiera diciendo que "recién empieza a vivir cuando las luces de la sala se apagan y los nombres de las estrellas aparecen en la pantalla". De ahí que el cine haya sido para él una educación sentimental y sobre todo una educación narrativa. Aprender los géneros para intentar revivirlos, como intentó revivir el género de las cabareteras mexicanas en su guión "Recuerdo de Tijuana" que le parecía más factible que revivir los melodramas con Marlene Dietrich o Bette Davis, o los musicals de la Metro con Ginger Rogers, reducidos a pruebas de afinidad, en "The Buenos Aires Affair". 

Y de ahí que su elección del Centro Sperimentale di Roma para estudiar cine —en los iniciales 50— no pudiera ser una elección más errónea o ajena a sus intereses cinematográficos: en su teoría del cine había poco lugar para el realismo o el análisis. Su fascinación por el cine lo hacía entenderlo como pasaporte al sueño. Y aunque en "Los ojos de Greta Garbo" pareciera iluminar críticamente sus propios axiomas, la manera más singular de exponer esa teoría del cine no es la del ensayo sino la de la oralidad. Contar bien una película de Hollywood no es una forma de meditación o el resultado de una hipótesis o conjetura, sino un modo de apropiarse de él, de digerirlo y extraer de él otra cosa, como si sus criaturas hubieran adquirido ese hábito vampírico del escritor, que dedicó sus primeros guiones a plagiar los argumentos de los films del Hollywood clásico. Es inútil contar un film de autor, por estar tan interesados en suprimir la noción de excepcionalidad que fue el bastión del Holywood de los golden years. Molina jamás aceptaría contar una película neorrealista, ni aunque Valentín se lo pidiera...

Pero justamente el cine es la paradoja en Puig. La materia resistente de su literatura. Porque sus novelas se travisten de películas que refieren al cine, pero que al cruzar al territorio específico del cine no logran un espesor cinematográfico interesante —no lo consiguieron ni Babenco en "El beso...", ni De la Torre en "Pubis angelical"— y entonces retornan a la literatura, recordando y olvidando que fueron o quisieran volver a ser películas. Y más aún, sus personajes: que fueron o quisieran volver a ser estrellas.