La perfecta otra cosa 06 Sep 2007

La perfecta otra cosa

La Voz del Interior | Redacción

 

En la literatura argentina joven predomina el contraste entre quienes ejercen ciertas formas de la solemnidad y quienes se inclinan a otras tantas variantes del desenfado, y en ambas zonas están aquellos que –más allá de esas tensiones– además buscan desarrollar una voz propia.

Esa voz quizás sea la única garantía de que las cosas puedan ir realmente bien, ya que dedicarse a la dicotomía solemnidad versus desenfado suele ser poco productivo porque va acompañada de otra no menos injustificable: lo nuevo frente a lo viejo. Tanto la ironía y el exceso de unos como el rigor y la precisión de otros tienen una extensa tradición. Por eso no basta con disparar la escritura y desorganizar la trama ("ser chistoso e informal") ni tampoco ajustarse a ceñidos mecanismos ("ser serio y disciplinado") para ilusionarse con la posibilidad de despertar –y "conectar" con– los impredecibles deseos del lector.

En ambos casos, quizás sea más interesante pensar que sólo la invención de una lengua dentro de la lengua, de un estilo personal, podrá conceder un plus sin que necesariamente éste se convierta en garante de una confirmación (sea masiva o reducida). Sólo ese registro de voz –único e intransmisible– permitirá desarrollar las historias que cada uno tiene para contar. Fernanda García Lao puede ubicarse en el grupo de los desenfadados y su nouvelle presenta la elegancia de una prosa fluida, rápida, ligera pero matizada con un tono poético áspero, sórdido y levemente desesperanzado. Es el tono que esta historia necesitaba, o mejor, la historia salió porque la autora se encontró con ese tono.

La perfecta otra cosa muestra un territorio alucinado y por momentos absurdo, donde cada una de las voces de los siete capítulos narra desde un tiempo inmemorial (¿estarán muertas?) la historia de una familia, o algunos de sus episodios, y lo que hicieron con sus vidas a partir de ese origen o de ese paso. Todos los protagonistas tienen una versión de los hechos, y desde su perspectiva cuentan el cuento de una microsociedad humana que con silencios, omisiones, rencores, indiferencias, infidelidades y secretos bien protegidos se convirtió en una máquina de expandir malentendidos y sus efectos.

Los personajes son Adolfo, un padre de familia con una doble vida; su esposa, Rosalín, una aparente madre clásica con una sexualidad contenida; sus delirantes hijos, Eva y Adonis, que buscan calmar el desconcierto estimulado por el núcleo del que provienen y por sus extravagantes decisiones y desplazamientos. También la inquieta y voraz tía Jessica; un excéntrico abuelo, Isidro, y el disparatado o psicótico cura del pueblo, Tancredo. Un cuadro de sufrimientos y tragedias asoma a través de las confesiones irónicas, absurdas, cáusticas, pero también crueles, autoindulgentes, egoístas, de quienes vivieron entre el malestar y la desesperanza. Pero además, en los pliegues de esos relatos, se desliza un enigma que será el lector quien deberá esclarecer hacia el final. En esta vertiginosa narración cada una de las voces es la de una criatura perdida, una identidad con un singular stock de experiencias que la condena a buscar permanentemente la –quizá– perfecta otra cosa.