La Purga 27 May 2004

Trampa para artistas

La Voz del Interior | Redacción

 

Duchamp es un borracho consuetudinario tambaleante y obtuso. A consecuencia de su permanente embotamiento debido a cocktails de dadaísmo, futurismo y expresionismo, su pintura constituye realísticamente una especie de vómito. Un vómito que incluso se cotiza. Pero repugnante, repugnante.

Es muy cómodo reputar como metáforas plásticas la incorporación de elementos inavenibles, discrepantes en la pintura. Una vez son pegotes de vidrios, suelas y latas; otras collages de paños, recortes de diarios y desechos; en fin, a menudo ruines salpicaduras, ominosas chorreaduras de color. Quienes alegan que tales intrusiones significan vincular el campo visual estético a parcelas de la realidad circundante, se equivocan. No trascendentalizan nada, no jerarquizan nada.

No hay en ellas otra vinculación traslaticia que las mofas de la blasfemia, del crimen y la destrucción a la majestad de lo bello. Vale decir, la rebeldía más contumaz contra el orden sagrado –la hierarcheia– que ofrece por doquier la armonía del cosmos.

¿Acaso hay alguien en el orbe de la cordura que celebre como gracia inédita, como exponente de ingenio, como desiderátum de ironía, la audacia infantil de ponerle mostachos de bombero a la Gioconda, ponerle corpiños a las estatuas de Canova y ensuciar con excrementos las nalgas de la Venus Calipígica? 

–Sí, lo hay. Pertenecen a la impotencia del arte, a individuos estériles de por sí y a eunucos con voz de ángel...

Lo vital es pintar como la gente para que la gente guste y entienda. Así la gente será gente no presa de una turba de locos, psicóticos, etcétera. Pintar como pinta Rauschenberg, por ejemplo, no es vital sino letal. Es sacrificar la imagen en absurdos simulacros y mortificar la percepción normal en verdaderos suplicios ópticos.

Un locutor de la televisión norteamericana ha tenido la ocurrencia de yuxtaponer cuadros de Picasso y de Bracque demostrando lo imposible que es para la generalidad distinguir la autoría de uno u otro. Paralelamente a la exposición de estos hermanos siameses, la escatología suele confrontar especímenes de arte moderno para evidenciar las obras de ciertos grupos, escuelas y tendencias.

Y el resultado es gracioso: no se puede discernir el excremento de unos y otros, pues todos huelen visualmente lo mismo...

Es curioso constatar que el pintor no comprende a menudo sus obras, lo mismo que ciertos padres no conocen a sus hijos. Es la crítica, la perspicacia ajena, la que descubre valores ínsitos más que insertos, formas inmanentes más que transcriptas, matices casuales más que queridos. De ahí emana un extraño fenómeno frecuente: el de que el propio autor no atribuya a la obra el mérito que otros le acreditan, y sea el primer sorprendido de la irradiación que tiene y difunde. En realidad, pasado el tiempo, convertido a la vez en espectador, el autor reconoce que dicha obra adosa, además de su genio, el genio potencial que le incorpora la visión foránea. Con lo cual se torna evidente que, en la búsqueda del estilo, son los ojos ajenos los que encuentran el tesoro.

Resulta totalmente incongruente la manera de denominar las pinturas abstractas con nombres de cosas, seres o circunstancias perfectamente concretas y discernibles.

Verbi gratia: ¿Por qué titular Espartaco a una composición plástica amorfa y turbia que merecería llamarse Pwyterxjzb o cualquier estupidez semejante?