La Purga 27 May 2004
La Voz del Interior | Candelaria Olmos
En La purga -la novela de Juan Filloy publicada por primera vez en 1992 y que ahora reedita el sello porteño El Cuenco de Plata- uno de los personajes afirma: "Casi nadie congenia ni busca la compañía de personas contrahechas, deformes, monstruosas. Por eso la piedad pública las concentra en asilos, reductos y reformatorios. Siendo así, igualmente prudente sería, en salvaguarda de la sensibilidad colectiva, hacer un apartheid de muchas corrientes del arte de hoy. Son tan teratológicas, tan esquizofrénicas, que imponen un aislamiento de cordón sanitario".
La frase resume bien el argumento de la novela: el Primer Ministro de un país innombrado decide purgar a la pintura de las tergiversaciones y extravíos que la caracterizan desde Picasso a esta parte. Para ello, convoca a 403 artistas a una conferencia mundial sobre pintura que va a desarrollarse en una isla perdida en el Pacífico. El propósito supuesto de la conferencia es "sistematizar el culto mundial de la belleza", pero al cabo de siete días de discusiones, a su juicio infructuosas, el mandatario opta por aplicar una suerte de limpieza estética, de solución final.
La comparación con Hitler es explícita en la novela. En otro sentido, el "dictador estético" de La purga va un poco más lejos que Platón, cuando propuso, en La República, exiliar a los cultores de las artes miméticas... No sólo un poco más lejos, sino en sentido exactamente contrario: su objetivo parece ser rescatar a las artes miméticas o, por lo menos, borrar de la faz de la tierra el arte no figurativo. Como un dios al revés, el magnate de Filloy destruye el mundo de las vanguardias en siete días.
¿Ficción científica?
A lo largo de esa semana de estadía, los pintores reunidos irán vislumbrando la suerte que les espera. Advierten que la isla está dotada de todos los prodigios de la técnica: autos sin motor, comida en cápsulas, fluidos que dispensan un buen sueño, iones que energizan e imágenes que -a la manera de La invención de Morel- se proyectan sobre ningún soporte. Pero, como en la célebre novela de Bioy Casares, la maquinaria está al servicio de un proyecto macabro. Su mentor ha decidido disponer de ella "para azote de seres vanidosos" que, además, no se avienen a las instrucciones por él impartidas. Invisible como el Gran Hermano de Orwell, suelta palabras en el oído de cada uno de los asistentes o fija el orden del día a través de una pantalla estereoscópica convenientemente dispuesta en cada habitación del hotel.
Más afectos al desorden que al orden; al capricho que a las órdenes -según cierta concepción romántica del artista, a la que Filloy parece adscribir-, los pintores nunca obedecen. Entonces, y a modo de escarmiento, se suceden las tormentas, los derrumbes de edificios y plataformas y las bruscas alteraciones del paisaje que les deparan a los conferencistas un vagabundeo penoso por caminos llenos de plantas carnívoras. Eso por no mencionar la alteración de los sentidos que, por momentos, hermana a La purga con otra novela de Bioy Casares: Plan de evasión. Aquí, ningún plan de evasión: el primer baño en el mar arroja tres muertos a la playa; el único intento de huida, otros tantos.
La isla deviene, poco a poco, campo de concentración; la novela, relato paranoico de falansterio. La elección del género se cifra en una advertencia del dictador a sus cautivos, según la cual él es "un hombre que vive precozmente el futuro" y que opta, no por lo sobrenatural -propio de demiurgos- sino por lo supranormal. Nada de fantástico y mucho de ciencia ficción.
El otro, el mismo
Así contada, cualquiera diría que La purga es una novela apócrifa; una novela que no pertenece al autor de Op Oloop o La potra. Pero Filloy no ha dejado de ser Filloy. En La purga, los elementos propios de la ciencia ficción están puestos al servicio de las reflexiones del autor en torno al arte pictórico. La aventura sirve a los fines de exponer -bajo la forma de diálogos extensos, fragmentarios y, en ocasiones, reiterativos-, opiniones a favor y en contra de ciertos movimientos o pintores . Sobre todo en contra: del arte abstracto, del expresionismo, de Braque, del collage y del realismo. En contra de la vanguardia que, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, opta por lo psicótico. En contra de Tapiés y Miró, parecidos a esas "solteronas que extreman maquillajes y adornos". En contra de los fauvistas que "manosean el paisaje" y de las Documenta que "lo único que documentan es la crisis del arte kitsch actual". En contra, también, de Siqueiros, Orozco y Rivera con sus "retablos sindicalistas"y su "pintura populachera de estructura tipo olla popular". En contra, finalmente, de Picasso a quien uno de los asistentes a la conferencia, le dedica un versito de rima fácil, propio de la socarronería de Filloy: "La moraleja al caso / nos dice que Picasso / fue un zullenco que supo hacer las cosas / pues cada pedo suyo huele a rosas."
¿Ficción política?
Lo dicho: Filloy sigue siendo Filloy, por su irreverencia, por su modo de jugar con el lenguaje, por su cabalística del siete, por su homofobia y su misoginia, por su petulancia erudita o su erudición petulante y, sobre todo, por su anacronismo. Si los cautivos y el "dictador estético" comparten casi todas sus opiniones en materia de pintura, ¿por qué éste iba a querer aniquilarlos? ¿No será que el único dictador estético de la novela es el propio Filloy, oculto como su personaje tras las pantallas de la ficción; espantado como él por las "tergiversaciones" del arte actual? Tal vez.
Pero la novela habilita también otra lectura que es la que Alfredo Prior sugiere en el prólogo de la nueva edición: "escrita en 1977 (...), ¿debemos leer en esta obra una alegoría de la operación masacre del Proceso?" La respuesta es, nuevamente: tal vez. Porque La purga pertenece al Filloy de siempre, no cabe cerrar lecturas ni anular paradojas. Demasiado tentado por su vanidad o por su erudición, Filloy construye personajes que son sus portavoces y, si aquí y allá es posible vislumbrar una crítica solapada a las dictaduras políticas, no hay que olvidar que ella pertenece a quien abjura, al mismo tiempo, de ciertas licencias estéticas.