Poemas selectos 22 Ago 2024

Paul Muldoon, con el filo de la guadaña

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

  • Poemas selectos, 1968-2014, antología de Paul Muldoon.
  • Nacido en Irlanda del Norte, es uno de los poetas más destacados y premiados en lengua inglesa.
  • Profesor en Princeton, fue editor en la revista The New Yorker y colaborador de Paul McCartney.
 

Una antología de poesía: una de las maneras más frágiles y más honorables de saber a qué se ha dedicado una persona en la vida. Si la recopilación fue realizada por el propio autor, entrega un valioso dato adicional: cómo elige presentarse, qué rasgos privilegia y qué riesgos prefiere asumir. Las líneas de Paul Muldoon levantan un cine cosmopolita de taquigrafía caleidoscópica; huyen de lo sabido y lo convencional como de la peste. Su picardía enhebra flecos de dispersa información azarosa, caprichosa, a menudo preciosa, “porque la historia es una raíz torcida/ y el arte su pequeño fruto traslúcido”, suelta un verso. La cinta transportadora de la Historia, haciendo retroceder el conflicto entre católicos y protestantes y entre independentistas y unionistas, cavó un surco profundo en su geografía íntima –un pueblo rural en Irlanda del Norte– y su fecha de nacimiento –1951– y su lugar de trabajo durante muchos años –la BBC de Belfast– lo acorralaron en un trabajo forzado –amortiguar y reprocesar un presente incómodo– mientras le soplaban un escape por la puerta de atrás.

Después de dar clases en Cambridge, Muldoon se mudó en 1987 a los Estados Unidos, donde enseñó en Princeton. Sigue viviendo en Nueva York quien hizo sus primeras armas en un talentoso grupo de colegas en su tierra natal –Derek Mahon, Tom Paulin, Michael Longley, Ciaran Carson y Seamus Deane–, alentados por Seamus Heaney y apadrinados desde el más allá por W.B. Yeats, Patrick Kavanagh y Louis MacNiece.

Su versatilidad obtura hábilmente el encasillamiento. Muldoon es capaz de poemas breves y compactos (los bellísimos “Anseo”, “Erizo”, “El zorro”), y de largas ofensivas viboreantes (“Incantata” y “Cutberto y las nutrias”). En uno y otro caso, entiende dónde cortar; el ejemplo de su padre –hombre de campo de guadaña al hombro– no fue en vano: “Ese invierno pasado había estado muy enfermo/ como para trabajar. La guadaña perdería el filo/ tanto más rápido en mis manos/ que en las suyas”. Los topónimos y nombres propios, lógicamente, no se traducen y abundan; de allí que a veces, en el medio, en el camino, como cuando se escucha una sinfonía, sea difícil –e inútil– querer hacerse una idea de la totalidad, y no sólo en los textos prolongados. A este poeta de a ratos afablemente críptico cierta extensión, está claro, le otorga un margen más amplio para alcanzar una mayor singularidad.

Infaltablemente melodioso, su soltura se vuelve desparpajo, apalancado por la variedad de ingredientes, desde guiños hacia Oriente, el cine o el rock, hasta conexiones y encabalgamientos de fuentes muy heterogéneas, en un juego permanente entre lo semejante y lo disímil. Como una cita extractada puede falsear su torrente original, aquí un fragmento más generoso: “Muy tarde para definir si la cabeza rapada/ de una monja mendicante podría enviar de vuelta// una señal al padre de la chica que atisbé en el tren de la Tokaido/ el cual había trabajado en el sistema de freno antibloqueo/ del tren bala... Muy tarde para adivinar/ que lo que ahora sólo era la burbuja de aire de un bote volcado// había sido un poema en descomposición en torno/ a una pluma”.

La hilaridad y la chanza nunca se alejan de sus páginas por mucho rato: “Esos no serían los primeros paracaidistas/ en haber sido tentados a arrojarse/ en un frasco de miel y después atacados por abejas”. Lo mismo sucede con cierta dulzura narrativa, por llamarla de algún modo: “El primer día de la primavera./ ¿Qué concluir de esa zona pelada/ justo debajo de la hamaca?”. O bien: “Figúrense un pájaro anidando en un casco para bicicleta/ que un niño colgó de la puerta del garage”. Muldoon contrabandea sentimientos en objetos y alusiones de doble fondo, y presenta la jubilosa poesía que prometen sus sacos y corbatas coloridas y extravagantes.

Por momentos, en su vertiginoso paseo geográfico, temporal y temático estos poemas poblados por personajes parecen cuentos escandidos en una consola operada por el cineasta Robert Altman y el productor musical Daniel Lanois y se funden en un interesante narrador discontinuo: “Ahora llegaba ese aroma a transpiración y tabaco/ como cuando el espíritu/ se frota como una llama contra la cola de un caballo/ agotado que ha sido espoleado”.

Su laberinto de referencias y aliteraciones emite transmisiones que adrede procuran sobrepasarse, hasta dar con la gema escondida: “Una piedra en su centro,/ esta bola de nieve es el picaporte/ de porcelana de la puerta del invierno”. Muldoon no se desentiende de ningún peligro. De hecho, a un poema que glosa un álbum de Bob Dylan lo remata lanzando: “Todos los grandes artistas son su mayor amenaza”.

Como ocurre con poetas de magníficos arrebatos –sus admirados Eliot y Donne– es a veces en busca de un delineado para su tarea que brotan las imágenes más potentes: “Volví a pensar en que se puede hacer arte, como hizo André Derain,/ con una curva nada más/ en el camino en que una golondrina se sumerge en el lodo/ o arranca una hebra de lana ensangrentada de un resto de alambre de púa”. Y lo que Muldoon anota en una elegía a una amiga –“lo que siempre parece verdad en los grandes de verdad,/ que había en ti un sentido, triunfalmente falto de exactitud, de tu propio valor”– es púdicamente lícito aplicar a sus estrofas. Lo que consigue cada vez entre tapas encuadernadas parece una legítima revancha de aquel lápiz que años atrás le clavó en su pantorrilla un compañero de clase.

Con Seamus Heaney, Muldoon mantuvo una amistad que no careció de aristas sin por eso perder un ápice de afecto. Fue Heaney el que en una carta, tras la lectura de textos de Muldoon, reseñó: “El lenguaje celebra, la inteligencia investiga. Los procedimientos proceden mientras la poesía practica sus cortejos”. El propio Muldoon se reveló como un audaz analista en The End of the Poem, libro que reúne sus conferencias como Profesor de Poesía en Oxford. En comentarios a composiciones de W.B. Yeats, Ted Hughes, Eugenio Montale, Marina Tsvetáieva, Stevie Smith, Marianne Moore o Robert Lowell, localiza la conversación secreta y pauta los préstamos entre poemas, oye ecos por todas partes e identifica cada raspón con el propietario del plumín.

Muldoon está interesado en medir o “sopesar cuánta información necesita un lector, evaluar cuánto un escritor o un lector dan por sabido”. En una estadía previa en Oxford había impartido las lecciones Clarendon, que dieron pie a otro libro de ensayos, To Ireland, I, concentrado en la afortunada tradición de las dos Irlandas. Respaldado por carambolas y por el trato a las palabras como nombres y familias, son justamente ciertos vocablos los que establecen los términos –límites y condiciones propicios– de una literatura. El lector puede llegar a pensar que no viene al caso si las asociaciones son ciertas o falsas; conscientes o no del hecho, todos los escritores irlandeses están conectados por una telaraña subterránea, desovillando fábulas por su cuenta, más allá de los operadores. Advierte Muldoon: “Una creencia central en la imaginación irlandesa: nunca lo que uno ve es todo lo que hay”.

Ante poetas complejos y ambiciosos, que gustan pasearse por el diccionario, el traductor se gana el derecho a morir con sus banderas y a que se respeten sus lapsus. Es noble, además, el traductor que no pretende santificar su oficio y hace su trabajo como un carpintero que copia una rara mesa que le muestra un cliente extranjero y busca volverla funcional en un nuevo ambiente. Que esa mesa se deje leer es proeza suficiente; cualquier mínima objeción sonará a recelo ante un privilegiado.

El mismo Paul Muldoon ha sido traductor, un versionista empeñado en retorcer una obviedad que no deja olvidar: la escritura es indivisible de su idioma. Como alguien que vino a despeinarnos, lo que mejor hace es desconcertar a lectores nativos y hacer hablar de otro modo a la lengua de destino. Hace años, ante la consulta sonsa de un desconocido desde la otra punta del mundo –qué poeta le hubiera gustado entrevistar y qué es lo que más se pregunta como autor– con una letra exagerada que sólo subrayaba su amabilidad Muldoon respondió, en las espaldas de una postal de Mallarmé, el nombre de John Donne y un escueto y rotundo “¿Y ahora qué sigue?”.