Pompas fúnebres 17 Jul 2024
El diletante | José Amícola
La primera impronta de Pompas fúnebres es su dedicatoria que indica “a Jean Decardin”. Poco a poco en la lectura vamos infiriendo que el libro es un homenaje a su memoria y que esa persona real se transformará en un personaje fantasmal bajo el nombre de Jean D. Se trata aquí, entonces, de una novela que podremos llamar “autoficcional”, en cuya factura la autoría establece una batalla campal entre un texto autobiográfico y una novela de ficción (en tanto encontramos fragmentos vivenciales desperdigados con experiencias en Alemania y otros lugares que su autor no pudo vivenciar de primera mano). En este “entredicho”, el propio “Jean Genet” aparece como personaje, pero haciéndoles vivir también a los otros rostros de la comparsa una ficción (que el Narrador-Autor organiza o, más bien, desorganiza) y que puede suceder por momentos en el Berlín nazi de los años 30 o, en otros, en la Francia ocupada de la década siguiente. Allí no solo se interceptan personajes entre sí, sino que enfoques y personas gramaticales varían sin aviso previo. En estos resquicios formales, el autor-Jean Genet no deja de deslizar los párrafos que le dan al texto un estatuto de lo más ambiguo, como corresponde a la autoficción, pues también leemos una historia verídica propia del autor maldito: “Me quise traidor, ladrón, saqueador, delator, odioso, destructor, despreciable, cobarde. Con hachazos y gritos corté las cuerdas que me retenían en el mundo de la moral habitual, a veces yo deshacía los nudos de manera metódica”.
Entretanto, a nivel formal encontramos la desorganización narrativa propia de las vanguardias; allí resuena, en efecto, cierto surrealismo, sobre todo cuando lo que importa es la fusión de elementos discordantes. Ese carril en que se juega la forma disgregada de la novela se convierte –no por casualidad– en una cuestión de contenido, cuando la desagregación (y agregación) que se desarrolla ante nuestros ojos es el símbolo de una controvertida y perversa relación entre dos países unidos (y desunidos) por el espasmo de amor-odio que ha provocado esa guerra nefasta. En esa encrucijada definitoria de la historia europea la gesta de los guerrilleros franceses (maquisards), que en los 40 luchaban contra los alemanes, se entremezcla con las avanzadas poco gloriosas de aquellos jóvenes también franceses colaboradores con el enemigo durante la guerra (dentro de la así bautizada “Milicia”). Justamente hace también a la esencia del relato –devenido por un momento novela histórica– que el clímax del entierro del héroe popular (con sus “pompas fúnebres”) se dé justo cuando llega el momento en que los nazis deban evacuar apresuradamente el país que han ocupado por varios años y con el que han tejido lazos casi incestuosos (agosto de 1944).
Sin embargo, mientras que las narraciones más corrientes vienen presentando ese momento clave de la historia francesa como acontecimiento unidimensional, Genet en Pompas fúnebres nos pinta, en cambio, la irrisoria ceremonia del entierro de Jean D. (como miembro de la resistencia), y ella surge abarrotada del sinsentido de toda la guerra. La segunda vertiente del título radica, además, en que en el argot francés “pompe” significa "mamada", de tal modo que lo solemne se autodestruye en el gesto homosexual de homenaje y sumisión al varón por parte de otro varón. Esas “pompas” no demasiado pomposas terminan siendo, en definitiva, un lugar de reflexión y de recuerdo de la humillación nacional, donde la colaboración con el enemigo tiene también la palabra, pues el narrador, como ya se dijo, se asume como personaje, fundiéndose detrás del malditismo del autor como persona: “Entre los trabajos que marcan esta ascesis particular, la traición es la que más esfuerzos me cuesta. Sin embargo, he tenido el coraje admirable de separarme de los hombres por una caída más profunda, la de entregar a la policía a mi amigo más martirizado. Yo mismo llevé a los policías al lugar adonde se escondía y tuve el tormento de recibir ante sus ojos el precio de mi traición”.
Si existe en esta narración como clave de lectura, entonces, un “armado a la vista” por el modo en que se da la intervención de un narrador omnisciente que aparentemente trata de orientarnos en la construcción del relato, la cara más evidente de la novela es, sin embargo, la exhibición desmesurada del amor entre muchachos. De esta manera, siguiendo ese estilo propio de Jean Genet, cuya filiación es fácilmente reconocible en la atracción por la perversidad, se verán rotos todos los casilleros para clasificar a los individuos según una inclinación sexual que, por lo tanto, aquí nunca será fija. En esa versión caprichosa de lo sucedido en París y Berlín durante dos décadas los amantes varones se enredarán unos en los otros, muchas veces pasando por encima de la frontera del partidismo político o la sexualidad disidente para terminar haciendo un endiosamiento del falo y de la abertura anal como dispositivos de un encastre que siempre será conflictivo, dado que la confabulación erótica va pujando por expresar sentimientos que escalan sin cesar hacia lo negativo, cuando el escenario parecería requerir una consecución romántica. Esta sexualidad desbordante, por ello, no estará exenta de violencia, como si la contextura bélica le diera amplio campo de desarrollo al sexo y a la agresión en exultante confluencia, así como sucede en otros textos del autor en los cuales lo conflictivo surgía del espacio carcelario. Abusando, entonces, de la matriz pornográfica este texto de Genet –que, por otro lado, denuncia el colaboracionismo, a la par que se solaza con la masculinidad de las botas alemanas– induce al lector a ser un voyeur que se deleita con paisajes de encuentros sexuales cargados de simbología fálica y violenta, como podría darse en los dibujos de Tom de Finlandia. Para ejemplificar esa experiencia del sexo-amor agresivo valga este pasaje, introducido por una consideración del narrador que se inmiscuye en el relato: “Vamos hasta el fondo. Erik y el verdugo se mantenían estrechamente abrazados, cara a cara. El slip de Erik estaba desgarrado. Su pantalón de tela kaki caía y formaba un montón de tela gruesa entre las piernas, dejando que en la niebla se aplastaran contra la corteza roja las nalgas de piel suave, tan preciosa a la mirada como la niebla de leche, cuya materia se orientaba como la de la perla”.
En definitiva, el texto es un golpe a la mandíbula como aquellos que pudieron escribir Passolini o Mishima, autores con quienes Genet tiene una especie de parentesco literario y de aire de época.
Para finalizar la sucinta reflexión sobre esta novela clave en la trayectoria literaria de Jean Genet, digamos que la traducción que tenemos ante la vista rescata magníficamente un texto antiguo de la poeta Juana Bignozzi, pero que se ve completado ahora siguiendo la última versión publicada por el autor en 1948. Es una pena que la excelencia del trabajo de traslado de una lengua a otra no haya podido alcanzar como para transcribir con exactitud algunos términos en alemán y que haya sufrido en ello la grafía de la emblemática calle de Berlín –Kurfürstendamm– que para lectores argentinos parece no importar cómo vaya escrita.