Gilliam por Gilliam 14 Mar 2023
La Nación | Hernán Ferreirós
El clásico film de Terry Gilliam atravesó varias etapas y conflictos para llegar a concretarse; además si bien Robert De Niro fue fundamental en la promoción de esta producción también fue una figura muy exigente en el rodaje aunque solo tuvo una pequeña participación.
Brazil, la obra maestra de Terry Gilliam, se iba a llamar 1984 y ½ , por la novela más célebre de George Orwell pero acaso también por Fellini, autor de 8 y ½, dado que la imaginación desatada y caricaturesca del realizador nacido en Rímini es una influencia notable en el estilo visual del exMonty Python. También el ascendiente de Fellini se hace sentir en la relevancia que tiene la ensoñación para sus personajes. Brazil, junto a Los Aventureros del Tiempo y Las aventuras del Barón Munchausen forman la trilogía de Gilliam sobre la fantasía como un antídoto contra el peso insoportable de la realidad.
Solo faltaba incluir una referencia a Franz Kafka en ese título abandonado para terminar de explicitar las coordenadas en las que existe este film. La película continúa la recreación orwelliana de un estado estalinista aunque con un giro aún más terrorífico. 1984 ofrece la esperanza de que el protagonista Winston Smith conserve su humanidad aunque sea en acciones mínimas, como escribir un diario íntimo, que escapen al control absoluto del Estado, para luego aplastar tal esperanza con la demostración brutal de que ninguno de sus actos estuvo oculto a la vigilancia total y perfecta del poder.
Por la vía de Kafka, Gilliam y sus coguionistas, el gran dramaturgo Tom Stoppard y Charles McKeown, ensamblan un estado policíaco igualmente cruel, férreo y destructivo pero, a diferencia de Orwell, totalmente inepto y sin finalidad discernible. Casi todos los ámbitos de este film son laberintos que rebosan de papeleo y actividad frenética pero vana, sin progreso alguno. El totalitarismo aquí es una maquinaria que solo existe para perpetuarse a sí misma. Aunque se trate de una comedia grotesca y muy negra, resulta más parecida a las dictaduras reales que conocemos bien en América Latina que al régimen ultra eficaz para el exterminio imaginado por Orwell: no hay reglas a las que atenerse para no ser marcado por la monstruosa burocracia estatal, siempre en corto circuito y totalmente incomprensible. El estado de Orwell ejerce un control total y no tiene escapatoria. El de Gilliam tampoco tiene salida, pero no hay nadie en los controles.
Fantasías y realidad
El título finalmente elegido para esta comedia sobre el totalitarismo es menos explícito y más irónico, ya que “Brazil” no se refiere al país, sino al clásico de Ary Barroso “Aquarela do Brasil”, una canción con decenas de grabaciones (desde Frank Sinatra a Arcade Fire) automáticamente asociada a la samba y la “alegría brasileña”. En la película, se la escucha en una versión de Geoff Muldaur (también se había encargado una a Kate Bush, que finalmente no se utilizó). El realizador recuerda en Gilliam por Gilliam, su libro de conversaciones preparado por Ian Christie (editado en la Argentina por Cuenco de Plata), que el germen de la historia se le presentó en una estadia en Port Talbot, una ciudad minera de Gales con playas negras plagadas de excavadoras abandonadas y herrumbrosas. Gilliam imaginó a un bañista que en ese paisaje de basura industrial escuchaba por la radio una canción latinoamericana que le permitía fantasear con un sitio distinto, de colores vivos y felicidad tangible. Sobre ese contraste, entre el mundo vital de la fantasía y el opresivo y monocromático de la realidad, pensó en construir una historia. “Brasil” es el leitmotiv de la película, al tiempo que representa lo opuesto a la experiencia cotidiana de sus protagonistas.
Aunque la trama tiene una injustificada fama de compleja, es razonablemente lineal: en un tiempo y lugar no especificados (aunque se trata de un país anglosajón y un futuro retro y distópico) Sam Lowry (Jonathan Pryce) es un empleado de baja ralea que solo quiere pasar desapercibido, aunque pertenece a una familia prominente y cercana al poder. Su existencia opaca contrasta con ensueños épicos en los que se ve como un guerrero alado que rescata a una mujer rubia (Kim Greist) de todo tipo de apariciones ominosas. Si bien suele rechazar los ascensos laborales instigados por su madre, cuando encuentra en la vigilia a la mujer de sus sueños, decide aceptar una transferencia al Ministerio de Información para investigar su identidad. La mujer es Jill Layton, una transportista que intenta ayudar a su vecina, cuyo marido, llamado Harry Buttle, fue secuestrado por las fuerzas de seguridad tras ser confundido por un error tipográfico con un tal Harry Tuttle, sospechado de terrorismo. Al investigar e intentar seducir a esta mujer, Lowry, quien no parece estar al tanto de los gruesos crímenes cometidos por el gobierno para el que trabaja, deja un rastro de transgresiones que ponen en riesgo su propia vida.
Además de la música brasileña, otra fuente de inspiración citada por Gilliam para el film revela el calibre de lo que sigue: se trata del encuentro casual de un documento del siglo XVII que detallaba las torturas que eran impuestas a las supuestas brujas y los costos que se cobraban a las víctimas para solventar su propio tormento. “Comencé a pensar en el administrador de la corte que tenía que estar presente en las torturas para recabar los testimonios. Es un trabajo horrible pero este hombre tiene una esposa e hijos que alimentar. Así fue como Brazil tomó forma”, dice Gilliam.
La película no esquiva la tortura, que tiene una presencia inquietante porque evita la solemnidad habitual y suele estar representada con humor. Al promediar el metraje, Lowry ingresa a una de las oficinas del Ministerio de Información donde lo recibe una secretaria amable y sonriente. La mujer está desgrabando con auriculares un interrogatorio: en el papel mecanografiado solo se lee una interminable repetición de “Ahh... No... Ahhh... Por favor... No puedo más... Basta...”
La batalla por Brazil
Un conjunto de cambios habían sido exigidos por el estudio Universal antes del estreno del film en los Estados Unidos. Gilliam había entregado un corte, que ya había sido presentado y elogiado en Europa, de 131 minutos de duración. Según el contrato del realizador, la película no podía durar más de 125 minutos. Gilliam creyó que esa pequeña diferencia se podría salvar en una conversación cara a cara con el jefe del estudio, Sid Sheinberg. Tal como registra el libro del excrítico de Los Angeles Times Jack Matthews, La batalla por Brazil, la mayor parte de los ejecutivos consideraba que la película era demasiado oscura y deprimente para el gusto del gran público norteamericano pero que podría recuperar su inversión en el circuito del cine de arte o en el largo plazo como una película del culto. El jefe del estudio, sin embargo, estaba convencido de que si se eliminaban algunas escenas y se agregaba un final feliz, el film podía ser un gran éxito.
Gilliam nunca presentó la versión acortada a la que estaba obligado porque se negó a realizar cambios bajo presión y el estudio tomó el control del film. Bajo el comando de Sheimberg, se encargó a una legión de editores que redujera en 40 minutos el metraje y lo transformara en una historia de amor. Gilliam se opuso con todas sus fuerzas en lo que resultó una de las batallas por el control creativo entre un cineasta y un estudio más celebres y mejor documentadas de la historia. Si bien Universal tenía un contrato de su lado, Gilliam estaba convencido de tener la razón del suyo. Su estrategia fue exponer el conflicto e intentar exhibir su versión de Brazil todo lo posible para ganar apoyo y a la vez demostrar que tenía una audiencia. Sin embargo, el film no podía ser proyectado sin la autorización de Universal, lo que llevó al director a organizar funciones clandestinas que solían ser interrumpidas por abogados. Además publicó un aviso a página completa en la revista Variety exponiendo al jefe del estudio y exigiéndole el estreno oficial del film, hecho que le ganó su enemistad de por vida.
Después de un tiempo, todos los críticos más prominentes de Los Ángeles que estaban al tanto del conflicto habían visto la versión de Gilliam en exhibiciones secretas y, quizás por simpatía por el más débil en este enfrentamiento de David contra Golliat, le otorgaron a esta película que no había sido estrenada comercialmente en los Estados Unidos las mayores distinciones en la premiación de la Asociación de Críticos Cinematográficos de 1985. La publicidad generada por los escándalos y estos premios hizo que el estudio decidiera subirse a la ola y estrenar la versión del director. Tal como imaginaban, no fue un éxito aunque logró recuperar la inversión y, finalmente, se convirtió en un clásico. La versión encargada por Sheimberg, de 90 minutos y con un final en el que los protagonistas terminan viviendo juntos en una casita en el campo, se estrenó en televisión y previsiblemente resultó un desastre. Esta es uno de las pocos enfrentamientos entre un artista y un estudio en el que no solo el artista tenía completa razón sino que, además, ganó la batalla.
Bob, el plomero
En la guerra contra Universal, Gilliam recibió el apoyo de todo tipo de personalidades de la cultura, aunque su aliado más importante fue Robert De Niro, quien estaba en el cenit de su fama tras el Oscar por El toro salvaje y había aceptado el rol secundario del plomero rebelde Harry Tuttle, quien no está más de cinco minutos en la pantalla. Si bien De Niro jamás hacía promoción de sus propios films, esta vez decidió acompañar a Gilliam a todos los talk shows de la tv para exponer sus problemas con el estudio.
A pesar de la ayuda invaluable de De Niro en la publicidad, su presencia en el film había llegado a ser un problema porque necesitaba más de 25 tomas hasta alcanzar su nivel óptimo, aun cuando fueran planos en los que no se veía su cara. Jonathan Pryce, que daba en el blanco en la segunda o tercera toma, había llegado a detestarlo. Por otra parte, según recuerda Gilliam, la debutante Kim Greist, tras ver a De Niro en acción también empezó a reclamar sus propias 20 o 30 tomas para mejorar su interpretación. “Le dije que recién contaría con 30 tomas cuando fuera tan buena como De Niro. Por el momento, solo tenía 3 o 4, como todo el mundo”. A pesar de los inconvenientes generados, Gilliam considera que la interpretación de De Niro es superlativa: “Era como si absorbiera la energía de todo el mundo en el set, haciéndola pasar a través suyo y trasladándola al film. Es por eso que estos tipos son estrellas: poseen esta química extraña, esta reacción electromagnética que son capaces de transmitir al celuloide”.
Enemigo mío
Cuando Gilliam y Stoppard terminaron de escribir el guion, el productor Arnon Milchan empezó a ofrecerlo a todos los estudios pero solo obtenía rechazos, a pesar de que el exMonty Python acababa de conseguir un éxito con Los aventureros del tiempo. Solo Fox se mostró interesado con la condición de que Gilliam dirigiera antes el proyecto prioritario del estudio: una remake del clásico de John Boorman Infierno en el Pacífico titulada Enemigo mío, en la que los roles de los soldados norteamericano y japonés del original habían sido reemplazados por un terrícola y un alien y la isla en el pacífico por un planetoide perdido en el espacio. Luminarias como Steven Spielberg y George Lucas habían recibido la oferta de dirigirlo y la habían rechazado. Gillian consideró que la mejor estrategia para hacer subir sus acciones como realizador sería también rechazar el proyecto, que finalmente fue dirigido por el alemán Wolfgang Petersen (con Dennis Quaid y Louis Gosset Jr en los protagónicos) y fue un fracaso en la taquilla.
Aunque su curioso plan le costó el vínculo con Fox quizás haya dado resultado porque al poco tiempo el guion de Brazil comenzó a suscitar interés y, tras una visita al festival de Cannes, Milchan consiguió 15 millones de dólares para iniciar el rodaje. Gilliam quería a un actor de alrededor de 20 años para el papel principal. Según recuerda, un joven Tom Cruise llegó a rogarle a lágrima viva por teléfono que lo convocara, pero Gilliam se negó sin antes ver una prueba de cámara, que a su vez Cruise se negaba a hacer por temor a que circularan y lo ridiculizaran cuando se volviera una superestrella, algo que sucedió poco tiempo después, tras el estreno de Negocios riesgosos.
Finalmente, Gilliam se decidió por el desconocido y mucho mayor Jonathan Pryce quien hizo la mejor prueba para el papel. Para el protagónico femenino, el director se había comprometido con Ellen Barkin, sin embargo, el paso de Kim Greist por el casting fue calificado como “feroz” por el realizador y se decidió por ella. Lamentablemente, esa ferocidad no se trasladó al film y su papel resulta anodino.
Una obra maestra divisiva
Si bien antes de Brazil Gilliam ya había dirigido al menos una gran película que fue Los aventureros del tiempo (y un gran cortometraje: el episodio que abre la proyección de El sentido de la vida), es en este film donde todos los elementos que conforman su estilo visual encuentran un lugar: el uso del gran angular y la influencia del expresionismo, la imagen barroca y recargada por su exceso imaginativo y el redescubrimiento del eje vertical para el cine -que solo tiende a expandirse y explorar de modo horizontal- algo que se vuelve especialmente significativo en esta historia sobre un estado fascista en la que las relaciones sociales están lejos de ser igualitarias.
Junto con Blade Runner, Brazil creó un tipo de futuro que ya quedó en nuestro pasado, el futuro retro, pero que fue una de la visiones más influyentes y pregnantes de los años 80. Esta es una película que dejó su huella en muchas más pero que luce como ninguna otra. Esto no quiere decir que, a la distancia, sea perfecta. Hoy, el personaje de Sam Lowry resulta un antihéroe que no parece capaz de convocar muchas simpatías, aunque su fin sea el opuesto. Desde que lo vemos por primera vez, Sam está obsesionado por una mujer y, a pesar de que descubre que el mundo triste y opresivo en el que vive en verdad es demente y criminal, no logra interesarse o conmoverse por nada más. Al final de su trayecto, Lowry descubre que el gobierno tortura y mata sin razón y, sin embargo, su única preocupación sigue siendo la del comienzo: conquistar o salvar a una mujer. Esta monomanía lo vuelve antipático. Y la mujer que lo obsesiona no logra transmitir mucho que justifique tal obsesión. Así como los personajes centrales son fallidos, los secundarios son extraordinarios, especialmente el torturador Jack Lint (Michael Palin), quien es un padre dedicado y un amigo fiel y encarna como pocas otras veces en el cine la banalidad del mal. Tal como todas las obras de Gilliam, Brazil fue una película divisiva, admirada y detestada pero que nos mostró imágenes que nunca habíamos visto antes. A la vez, fue tan copiada que, con los años, su estatura gigantesca no puede sino parecer un poco menor.