Paciente X 28 Ene 2022

Akutagawa: primer plano de un kamikaze

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

El narrador británico David Peace, que vive en Tokio hace tres décadas, le dedicó la novela Paciente X a la vida y la obra del inigualable Akutagawa, el autor del relato Rashomon que inspiró el clásico film de Kurosawa.

 

La fachada del libro es una cara de Francis Bacon, en doble sentido, porque es un autorretrato. Una imagen apropiada, turbada, como la que Akutagawa –la suya podría llamarse literatura del “yo es otro”– tenía de sí mismo. El escritor japonés, a cuyas páginas y días se dedica David Peace en Paciente X, terminó con su vida a los 35 años. En su interior otras imágenes –fotografías, postales, dibujos– refrendan el carácter documental y celebratorio de la novela de Peace.

A veces la admiración no alcanza. Un lector se siente en deuda con el escritor que lo mató y cree que debe –y puede– pagarle con la misma moneda: la escritura. Decide rifar la legítima placidez de su torre para rendirle homenaje con algo más –le resulta insuficiente– que un texto crítico, aun a riesgo de cometer una traición. Impulsos de resurreccionista: apoderarse de obra y vida, infiltrarse en ellas, rebarajarlas, engendrar nuevos brotes de una planta carnívora que puede llamarse, por caso, Akutagawa.

El viejo truco de narraciones que nacen de otras, ecos resampleados. Era un ejercicio que el japonés practicaba con maestría, retomando, mezclando y volviendo a dar historias antiguas y anónimas. A menudo, como mostrando que en sus manos no esconde nada, el mismo acto de contar está escenificado en los relatos de Akutagawa.

Peace propone un rompecabezas incompleto que lo resucite por entero: “Tienes miedo, cada vez más miedo. Miedo a las puertas, miedo a los pisos. A esa abertura, a aquel desnivel. Miedo al tatami, miedo a las lámparas… Menos en una de las habitaciones, solo una de las habitaciones de la casa. Hay libros, muchos libros. Y en esa habitación, solo en esa habitación, no tienes tanto miedo, no estás tan asustado. Vas hacia las pilas de libros, hacia las hileras de libros. Nosotros seremos tu escolta, nosotros seremos tu escudo. Así que lees y lees. Un libro después de otro. Lees y lees y lees. Basho y Bakin. Izumi Kyoka y Kunikida Doppo. Mori Ogai y Natsume Soseki. Te susurran, te llaman. Primero dentro de la casa y ahora desde afuera”. Viejos clásicos chinos (el alocado Viaje al Oeste o Las aventuras del rey mono de Wu Cheng’en) y Anatole France, en bibliotecas públicas o librerías de usados, “desde esos relatos ajenos construyes puentes hacia tus propios relatos, hacia el portal que buscas”.

Sin duda David Peace, británico anclado en Tokio desde 1994, no desconocía que una novela protagonizada por una figura célebre, genial, trágica, parece proveer ciertas garantías pero es un hándicap que termina triplicando el nivel de exigencia. Como sea, en Paciente X leemos en castellano a alguien que escribió en inglés sobre un excepcional cuentista de lengua japonesa.

La voz de Akutagawa llega inevitablemente diluida, depreciada, desnaturalizada y hasta desfigurada, y sin embargo consigue atravesar las aguas del soberbio y revuelto río Sumida: esa voz se transformó en un kappa, criatura indefinida y resbaladiza pero sumamente articulada, plena de vida propia, sobre la que escribió el autor de “Rashomon”.

Es similar al caso de la pintura extraordinaria de su cuento “Montaña de otoño”, en que no se sabe si realmente fue vista o imaginada; ahí resta el cuento para consignar la historia. Y en Paciente X Akutagawa deambula cerca, como cuando aún leyéndolo en traducciones trianguladas del inglés o del francés su voz sigue susurrando al oído, igual que cuando uno sospecha que ese otro que habla otra lengua en minutos se quitará la máscara, dará por concluida la broma y comenzará a hablar la nuestra.

La elegancia y la ironía eran en Akutagawa naipes intercambiables. Prefería trabajar largas horas ininterrumpidas y a gran velocidad: una paradójica combinación, acaso exigida por sus personajes, dominados por fuerzas invisibles y superiores. De allí quizá que caigan con frecuencia en un acto pecaminoso –robar, matar, mentir, engañar, amar a la mujer del prójimo–, en pozos de culpa, en rosarios de confesiones, en igual cantidad de idealizaciones y decepciones. Entre líneas, es como si Akutagawa sugiriera que cualquier voz creíble pudiera ser perdonada.

Obsesivas, a veces alarmantes, sus historias dudan, se cuestionan, pero creen en sí mismas a cada segundo. No sólo en sus cuentos célebres, como “En el bosque” y “Rashomon” –que Kurosawa convirtió en un clásico del cine–, da la impresión de utilizar recursos de haiku o de manga: un enmarcado dinámico, una visualización recortada. Ese prodigio de tijeras se ve en “La nariz”, en “El mártir” y en uno de los cuentos más dulces y grandiosos que dio, con casi nada, la literatura, “Las mandarinas”, una secuencia tan breve y simple que contarla equivaldría al spoiler más necio de la historia. Es imposible para un lector traducir el efecto de un rayo que lo fulminó; le conviene limitarse a repetir, a la manera de uno de los declarantes de “En el bosque”: “Ninguna tortura puede hacerme confesar lo que no sé”.

El precio fue demasiado alto. En unas “notas a un viejo amigo” que dejó antes de suicidarse en 1927, leemos: “Se trata de una vaga inquietud… El mundo donde vivo actualmente es transparente como el hielo, es el mundo del nerviosismo enfermizo. Ayer a la tarde hablé con una prostituta de sus honorarios (¡!), y sentí hasta la médula cuán despiadados somos, pobres humanos que ‘vivimos por vivir’… Simplemente, en el estado en que estoy, la naturaleza es para mí más hermosa que nunca. Te vas a reír de mis contradicciones puesto que, amando la naturaleza, quiero matarme: pero si la naturaleza me parece hermosa es porque la veo con unos ojos que van a cerrarse para siempre”. Su muerte voluntaria inauguró una tradición que contribuyeron a mitificar las de sus colegas Dazai, Mishima y Kawabata.

Inglés en Japón –cortesía elevada al cuadrado–, David Peace se sometiò a un paciente intercambio de correos en el que dos lectores descolocados hicieron lo posible por direccionar “las diecisiete flechas de plumas de halcón” de un autor venerado sin atenuantes.

–A riesgo de simplificar las cosas, ¿cuáles diría que son las características de Akutagawa que uno llamaría típicamente japonesas?

–Siempre he tratado de resistirme a esas generalizaciones. Sin embargo, desde luego que Akutagawa compartía mucho con cualquier nacido y criado en Japón en aquella época. Pero “esa época” era muy diferente del presente –social, política y culturalmente–, de manera que lo que nosotros los no japoneses –pero también los japoneses– hoy creamos que es “típicamente” japonés bien puede no ser cierto para alguien que vivía en la era Taishō o en el Japón de pre-guerra.

–¿Qué siente que Akutawaga le enseñó sobre Japón y qué es lo que vivir allí le enseñó acerca de Akutagawa? Desde otro ángulo: ¿qué más aprendió de Japón al escribir este libro?

–El libro es el producto de más de dos décadas leyendo y escribiendo sobre Akutagawa específicamente y sobre Japón en general. Akutagawa fue uno de los primeros escritores japoneses sobre los que escribí cuando llegué en 1994, y su trabajo y su presencia han estado conmigo desde entonces. Entonces, mucho de lo que aprendí de Japón viene de leer obras de Akutagawa o sobre él, y la suma total de eso es Paciente X.

–¿De qué maneras cree que los japoneses pueden decir que la suya es una visión occidental de un escritor oriental?

–Porque por definición no soy japonés y porque nací y me crié en “Occidente”, estoy seguro de que la mayoría de los japoneses dirían correctamente que tengo una visión “gaijin” de Japón, es decir la de un outsider que mira hacia adentro. Y algunos le dan la bienvenida a esa perspectiva y otros no.

–¿En qué sentido pensó que un formato híbrido –un retrato ficcionalizado– podría revelar algo que una biografía tradicional o una novela “pura” nunca podrían? ¿Le parecía que era una manera más verdadera de representar una vida? En un libro anterior, Maldito United, eligió un camino similar al trazar el perfil del director técnico de fútbol Brian Clough.

–Hasta la fecha, todas mis novelas han sido inspiradas por acontecimientos “reales” o personas tomadas de la Historia, pero creo que eso me coloca en una tradición que se remonta a los mismísimos orígenes de la poesía, el teatro y la prosa, ¿no? Puede que esté equivocado, como lo estoy con frecuencia, pero entiendo que las narraciones comenzaron contando hechos y gente de la Historia, embellecidos para lograr más dramatismo e interés. Admiro enormemente a los escritores que pueden crear ficciones completas, fantásticas, pero para mí “la vida real” o “la condición humana”, si se quiere, es una fuente infinita de misterio y asombro, y creo que la ficción puede iluminar estos enigmas. De manera que cada libro que escribo comienza con un “misterio”, y acá en Paciente X el misterio es Akutagawa, su vida y sus tiempos, de los que fue una víctima. Y es para mí una novela “pura”, contada en relatos, que me pareció el modo más honesto y representativo de intentar darle vida, es decir de colocar al lector en esos tiempos y lugares, lado a lado, paso a paso con los personajes, y retratar a un Akutagawa que, sobre todo, escribía relatos.

–Parece confiar más en las voces que en los hechos. Y en Paciente X tiene la audacia de mezclar su propia voz con la de un autor del poder de Akutagawa.

–Nunca estoy seguro de a qué nos referimos cuando decimos “hechos”. La voz es un hecho, ¿no? Un hecho bello y brutal, honesto y engañoso. De manera que no necesariamente “confío” en las voces, pero por cierto siento que las voces son más seductoras que, digamos, una entrada de Wikipedia. Dicho eso, “los hechos de la vida” de Akutagawa –su nacimiento, su educación, su matrimonio, las visitas a Nagasaki y China, y las obras que escribió– son el esqueleto, o el borrador, sobre los que se basó mi retrato. Pero sí, estoy seguro de que mucha gente dirá que es “audaz” intentar una novela como Paciente X. Sin embargo, en cierta medida, cualquier obra de ficción es audaz, aunque sé que yo escribí desde una posición de admiración y humildad, buscando de una manera pequeña comprender mejor a Akutagawa y, también, ayudar a que llegara a un público más amplio.

–¿Cuál es su mejor cualidad como escritor?

–Su valentía como innovador, por ejemplo en las narraciones múltiples, que compiten entre sí, de “En un bosque”, y en particular su negativa a reconciliarlas. Lo digo como ejemplo del genio de ese hombre. Y también su honestidad; era impiadosamente critico de sí mismo y de la sociedad en la que vivió. Cualidades que en 2022 son más necesarias que nunca.

–Historias de dobles abundan en la obra del autor de Kappa. Como biógrafo subrogado, tuvo que actuar de doble de Akutagawa en todos los pasajes narrativos.

–Bueno, todos los autores son dobles, o sombras de sus sujetos y de sus textos, pero sí, abundan los dobles en Akutagawa, en su vida y en sus relatos, y esta es gran parte de su relevancia hoy. Estaba partido en dos por su época, y de tantas maneras que los dobles a su vez se duplicaban, y así sucesivamente hasta una desintegración final. Y las últimas obras que dejó antes de esa desintegración final –“Registro de defunción”, “Kappa”, “La vida de un estúpido”, “Los engranajes” y “Hombre de Occidente”– están entre las articulaciones más finas y más perturbadoras de cómo la “modernidad” nos fractura y despedaza.

–¿En qué forma difiere este libro como un fresco de Japón de su trilogía de Tokio?

–La trilogía de Tokio se centra en tres crímenes reales que tuvieron lugar durante la ocupación norteamericana de Japón, de 1945 a 1952, y tratan específicamente sobre aquel período y esos crímenes. Sin embargo, una cita de Akutagawa abre Tokio Año Cero, la estructura de su historia “En un bosque” inspiró la estructura de Ciudad ocupada y su fantasma merodea Tokio Redux, como continúa merodeando en Japón.

–¿Haber estado rodeado por un idioma tan distinto lo ayudó o lo perjudicó a la hora de escribir?

–Siempre ha sido una ayuda, aunque de diferentes maneras. Cuando llegué a Japón y estaba escribiendo mi tetralogía, que está ubicada en el norte de Inglaterra en los años 70 y 80, fue una bendición estar lejos de mi país y de su lengua. Podía reconstruir el lenguaje de esas décadas en ese lugar –sumergiéndome solo en libros, películas y música de ese período– sin distraerme ni contagiarme con el inglés contemporáneo. Sin embargo, cuando escribí material localizado en Tokio o Japón, me resultó igualmente favorable estar acá. Mi placer más grande es caminar las calles y lugares sobre los que me tienta escribir, visitar restaurantes y bares donde los personajes alguna vez tomaron algo, o escuchar el idioma que hablaban, no importa cuánto haya cambiado. ¡Mi pena más grande es no poder escribirlo en japonés!