Kieślowski por Kieślowski 03 Jun 2020
Revista Ñ | Elvio E. Gandolfo
Un volumen reúne conversaciones con el excepcional realizador polaco (1941-1996), autor de La doble vida de Verónica, Decálogo y la trilogía compuesta por Azul, Blanco y Rojo.
El cine polaco tuvo una difusión especial en el Río de la Plata, a partir de las cinematecas al principio, y después, del VHS o el DVD, salvo alguna excepción, como Roman Polanski. Lo caracterizan dos rasgos iniciales: la barrera del idioma y su carácter inestable, primero por la relación con el tipo de Estado en el que estaba inserto (comunista, muy atado a la Unión Soviética), después sometido a las inseguridades del mercado, a su propia manera.
Una serie sobre cine que aspira a que se oiga sobre todo la voz del protagonista, lo define desde los títulos: Lynch por Lynch, Hitchcock por Hitchcock, etc. El último, dedicado a Krzysztof Kieślowski, es uno de los que mejor cumplen esa promesa. Con humildad, figura como “editado por Danusia Stok”. Con muy buen criterio, ella decide acumular en una larga introducción la mayoría de los rasgos de la difícil sociedad polaca, donde la iglesia católica cumple un papel general central, en el sentido en que lo sigue cumpliendo en Argentina, por ejemplo, entrelazada siempre tanto con la política como con la idiosincrasia. El pantallazo (que sigue los años centrales en la formación y carrera de Kieślowski) da un fondo con el cual comprender mucho mejor no solo su obra sino también su vida.
En el resto del volumen sólo se lee (o se escucha) la voz del propio Kieślowski. Cuenta la durísima infancia, con un padre tuberculoso, y una falta total de piso sólido en la experiencia infantil: Kieślowski nació en 1941, y absorbió el choque tremendo de la invasión nazi a Polonia. Su vida cotidiana incluía (después de 1945) la residencia en hospitales especiales donde los hijos de un padre tuberculoso pasaban meses enteros separados de la familia. Su interés real por el cine demoró en desarrollarse. Pensó en dedicarse a otras actividades, en especial la literatura y el teatro. Leía mucho por una parte, y por otra, ya joven, el teatro tuvo en Polonia un peso social y creativo intensos, que lo atrajo con fuerza.
Con buen olfato, la madre le insistía para que se anotara en la famosa escuela de cine de Lódz. Como el teatro, esa escuela era una especie de territorio semiliberado en ebullición durante el gobierno comunista, y muy exigente, al que aspiraban todos los que querían hacer cine. De allí salieron Roman Polanski y Jerzy Skolimowski. En ese sentido, Kieślowski es un caso aparte. Se acerca al cine con reticencia, realiza distintos trabajos para mantenerse él y la madre, o se inscribe en una escuela de arte, que consideró esencial para su formación. Además, es un pesimista integral sobre su país, al que a la vez ama.
Puede sintetizarse su sentir con una escena de Blanco: el protagonista vuelve a Polonia, en el trayecto lo secuestran y lo meten en una gran valija; la arrojan a un basural que sobrevuelan aves de rapiña a las afueras de una población, y la valija se abre al caer. El personaje se para, se sacude la nieve que cae, y dice con gran emoción: “¡Por fin en casa!”. En otras palabras, en un país dominado por las ilusiones sucesivas, relampagueantes, de la política y sobre todo, más profundas, de la religión, no mantiene esperanzas exageradas. Más bien le gusta mirar, mirar y mirar, y después filmar.
En toda una época inicial se dedicó al documental, que tiene en realidad poco que ver con la objetividad, sobre todo si se dedica a actividades humanas; muchas veces “lo real” es un campo de batalla. A tal punto que, después del estreno de El aficionado (1979), un largometraje de ficción, Kieślowski consolidó el descubrimiento progresivo de que, para los entrevistados o mostrados, el documental podía tener consecuencias negativas en la vida real. Eso lo decidió a dedicarse sólo a la ficción.
Las propias imágenes a veces expresan no tanto su opinión, sino la manera en que filma calles, plazas, interiores. A veces el espectador puede pensar: “esta es la calle más fea, o el edificio más feo, que he visto en cine”. El libro aporta la tercera dimensión, profunda, de la opinión y la filosofía personal del propio Kieślowski.
Otro rasgo peculiar del cine polaco eran los vínculos numerosos con la televisión, sobre todo en la época larga y convulsionada transcurrida entre el intento de rebelión denominado “Primavera de Praga” y la caída del Muro de Berlín. Esa inserción provocaba una fluida velocidad de producción y de asimilación de conocidos, ya fueran técnicos o actores (y actrices sobre todo, en el caso de Kieślowski). También describe con precisión cómo trabaja con los temas. No hacía guiones detallados, sino una especie de “glosa intuitiva de lo que va a tratar la película”. Si por una parte daba la impresión de una fuerte individualidad escéptica, al mismo tiempo armaba buenos equipos, tanto de técnicos como de actores.
A veces emprendía un film con el que descubría, al empezar a filmarlo, que se había metido en problemas. Una corta jornada laboral (1981) trataba sobre un secretario del Partido. “Me había tendido una trampa”, recuerda. “porque durante esa época, en Polonia –y aún más hoy en día–, no existía ni la más mínima posibilidad de que el público quisiera entender a un secretario del Partido”. Más adelante agrega: “Ahora todos los de aquella época comunista están escribiendo sus memorias o dando entrevistas. Hay libros por todas partes. Los políticos, artistas y personalidades de la televisión están escribiendo sobre lo maravillosos que eran. Ya no se sabe ni quién era malo. No es posible encontrar una sola entrevista o leer un solo libro en el que alguien confiese algún grado de culpa. Todos son inocentes”.
En 1984 estrenó otro título complejo: Sin fin, que deseaba hacer hacía años. A esa altura le interesaba filmar en los tribunales. Demoraron mucho en darle el permiso, y cuando se lo dieron supo que las cosas habían cambiado. Los tribunales eran menos severos. Por otra parte, cuando se filmaba, con cierta aspiración documental, todos los juicios salían bien. Notoriamente, cuando se estrenó, todos los segmentos comprometidos igual criticaron duramente el film, y varios presionaron sobre Kieslowski. Pero hacerlo tuvo el inesperado rédito positivo de conocer a Krzysztof Piesiwicz. A partir de entonces firmaría los guiones con él.
Fue Piesiewicz también a quien se le ocurrió la idea del Decálogo, considerando que solo Kieslowski era capaz de filmarlo. Allí, a partir de 1988, se produjo una especie de explosión. Por una parte el lanzamiento de diez films de una hora aproximada basados en los mandamientos, acompañados por el alargue de dos de ellos, que se convirtieron en No matarás y Una película de amor. La visión de ese tramo polaco de su producción produce una sensación fuerte: es como leer a Chejov escribiendo sobre Rusia. Y en el caso de los dos largos, producen emociones intensas y por momentos contradictorias.
No matarás cuenta el modo en que un joven mata a un taxista, al parecer porque sí. Pero aquí no hay nada de las facilidades del cine de Hollywood. La introducción, que recorre las calles de la ciudad, es un catálogo nada rígido de los defectos humanos en general y polacos en particular. Lo impactante es la contención de Kieslowski, que termina el film de amor secamente, sin adornos románticos de ningún tipo. En el caso del asesinato, los jueces y verdugos terminan por ser tan criticables como el asesino, y el taxista no tiene ningún rasgo redentor. En el libro cuenta que había elegido a un taxista real que terminó por ser lo bastante desagradable como para que le cayera mal al resto del elenco.
El paso siguiente fue el demorado cruce a Occidente, al conseguir un productor. En poco tiempo filma La doble vida de Verónica (1991), y la trilogía Tres colores: Azul (1993), Blanco (1993) y Rojo (1994). La primera es un estallido de color, música y sonido (esenciales en su cine), movimiento y deseos de alcanzar a filmar lo infilmable. Es muy posible que no pudiera haber alcanzado las alturas a las que llegó sin Irène Jacob, una francesa que en el film tiene un doble idéntico en Polonia. En cuanto a la trilogía, es un equilibrado aprovechamiento a fondo de las mejoras de presupuesto, y de las calidades actorales: Juliette Binoche, Julie Delpy, Jean-Louis Trintignant.
Kieślowski agradece explícitamente a las actrices. En su autenticidad extrema, dice saber que no alcanzará eso que persigue, todo lo que hay dentro de un cerebro humano, como sí lo han hecho en algún film tanto Fellini como Bergman. El aporte principal del libro es sin embargo poder entrar al cerebro y la sensibilidad del propio Kieślowski. Eso tanto en la amargura que suele sentir ante los límites del modo en que ha ido evolucionando lo humano (subraya el enfriamiento afectivo general ante los seres amados, sin excluirse) como la deriva general de las sociedades repartidas en un planeta que abandonó el 13 de marzo de 1996, cuando empezaba a planificar una trilogía basada en La divina comedia.
Kieślowski por Kieślowski, Trad. Elena Arguedas. El cuenco de plata, 320 págs.