Recuerdos de juventud 05 Oct 2019
Radar Libros | Página 12 | Witold Gombrowicz
JUEGOS EN FAMILIA
La guerra que mis hermanos mayores y yo declaramos a mi madre consistía sobre todo en contradecir sistemáticamente todo cuanto decía. Bastaba con que mi madre observara de pasada que llovía para que, enseguida, una fuerza poderosa me hiciera exclamar con asombro estudiado, como si acabara de oír la mayor absurdidad: ¡Cómo, pero si está brillando el sol!
Creo que esos ejercicios precoces en la mentira flagrante y el absurdo manifiesto me resultaron de gran utilidad pasados los años, cuando comencé a escribir.
En aquel entonces, era mi hermano Jerzy quien lideraba el juego: un personaje con alma de artista, un cómico y un bromista nato dotado de un gran sentido del efecto y de una notable invención en materia de dichos y expresiones, algunos de los cuales he ido utilizando hasta hoy cometiendo un miserable plagio. En aquella época me encontraba bajo su total influencia. La polémica con mi madre nos obligaba a plantear los problemas más provocativos para suscitar la discusión; el tema que se prestaba especialmente a este fin era el de los divorcios, ya que mi madre era una católica devota y, como se definía entonces, una “persona de principios”.
–¡Un nuevo divorcio en la familia! –anunciaba ruidosamente Jerzy en la antesala– a lo que yo respondía desde el fondo de la casa:
–¡Qué! ¡Un nuevo divorcio en la familia! ¡No puede ser!
–Imagínate –gritaba Jerzy a través de cuatro habitaciones–.
Me encontré en el tranvía con la tía Róża quien me juró que Ela se divorciaba de su tercer marido.
–¡No, no lo creo! –gritaba yo con voz patética para lograr que mi madre saliera de su dormitorio. Y daba comienzo una discusión en la que nosotros defendíamos la tesis de que los divorcios eran un invento maravilloso, porque “los hijos ganaban un número doble de padres” y “se sentían felices al poder optar entre dos hogares en lugar de tener uno solo”.
Recuerdo también una discusión sobre si una de nuestras primas obraba bien sentándose a jugar al bridge con sus tres ex maridos. Nosotros sosteníamos que era una prueba de gran cultura.
Como ven era esta una buena escuela de dialéctica que suscitaba la admiración de nuestra criada Aniela: “¡Qué cosas hacen esos caballeros con nuestra señora!”.
Naturalmente no pienso defender la legitimidad de nuestras opiniones pero burlarse de aquellos principios, quizá demasiado rígidos, no era del todo malsano. Mi madre participaba de la vida social; durante algún tiempo presidió la Asociación de Mujeres Terratenientes, institución sumamente devota que se caracterizaba por una incurable grandilocuencia de estilo. Nosotros, por supuesto, hacíamos descender con un salvaje placer esos altos vuelos del cielo a la tierra, y a mí, incluso, me gustaba escuchar detrás de la puerta el contenido de aquellas sesiones para obtener material satírico. Sin embargo, todo eso no se limitaba solamente a un juego. En el fondo de nosotros mismos iba brotando la sospecha de que tampoco estábamos libres de esa enfermedad de la “irrealidad” que combatíamos en nuestra madre. Sí, ya empezábamos a sentir, si no a comprender, que nosotros, al igual que ella, carecíamos de la experiencia de la vida y de su verdadero contacto.
PARIS NO VALE UNA MISA
Un día, andando por no sé qué calle de París (digo “no sé qué calle”, porque no me interesaban los nombres de ellas) entré en una iglesia para refugiarme de la lluvia.
Para mi sorpresa, vi algo que se parecía a un pozo, en cuyo fondo había un catafalco. Miré y me marché porque había dejado de llover.
Años más tarde me enteré de que era la tumba de Napoleón.
Deben reconocer que tratándose del futuro artista o del así llamado “intelectual” era una dosis de ignorancia bastante considerable por no decir escandalosa. Con el Louvre me fue aún peor. Uno de mis nuevos amigos era un chico de una cultura artística muy refinada. Escribía poemas y se movía en los círculos literarios, conocía bien a Gide e, incluso, iba a visitarlo a Cuverville; no se sabía a qué se debía ese honor, si a su catolicismo, a su talento literario o a su tez de melocotón, ya que Gide poseía una naturaleza tan universal como sorprendente. En una ocasión trajo a nuestro café a unos cuantos literatos, entre ellos a Du Bos y Valéry Larbaud. A Gide no lo conocíamos personalmente y por tanto no podíamos darnos cuenta de hasta qué punto nuestro Jules era una obra más de este escritor, todo en él, su modo de ser, sus ideas, intereses, el lenguaje, era prestado de Gide. Pero nosotros estábamos convencidos de que brillaba con luz propia y no prestada y su genio nos llenaba de admiración.
Pronto llegué a ser el objeto principal de su atención.
No podía soportar mi indiferencia en relación con el arte, el pensamiento, la cultura. Al igual que Gide abrigaba un vivo entusiasmo por los asuntos del espíritu, no faltaba a ninguno de los conciertos de calidad, a ninguna exposición importante, presentía que había en mí material de artista y eso era precisamente lo que lo enervaba: me exigía mi participación en todo ese culto, no admitía que la poesía, la pintura, la música, podían no agradarme, él afirmaba que tenían que gustarme. Me acusaba de falsedad, amaneramiento, pose.
Un día fuimos al circo y las payasadas de dos clowns nos parecieron muy divertidas.
–¿Por qué no traes aquí a Gide para que descanse un poco de sus obras maestras? –pregunté.
–Me gustaría –contestó–, pero y si se pone a llorar...
–¿A llorar? Será de risa.
–No. El siempre llora cuando algo le gusta mucho. Es capaz de deshacerse en lágrimas mirando la mejor comedia precisamente porque es buena y divertida.
Me pareció grotesco y comencé a burlarme de Gide; por lo demás, no era la primera vez. Jules se ofendió. Después tuvo lugar entre nosotros un intercambio de réplicas incisivas y luego una conversación seria en la que me confesó cuánto le dolía e indignaba mi aversión –en su opinión, artificiosa– hacia el arte y lo que él llamaba mi manía de camuflaje. A mí, los sufrimientos de Jules me hacían reír un poco y un poco me enternecían, era muy francés, muy parisino, desprovisto del pudor y la discreción que reclamaba mi temperamento más nórdico. Para hacer las paces, acepté realizar con él una peregrinación al Louvre, donde aún no me había asomado.
Fuimos. Resultó una expedición dramática.
Yo en aquel entonces estaba efectivamente en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhauer y de su antinomia vida-contemplación, y de Mann en cuya obra este contraste toma un aspecto aún más doloroso.
El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas no me gustaban, por así decirlo, “personalmente”, yo prefería al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, tenían que ser forzosamente apasionadas, yo tenía entonces veintitantos años, que es cuando todavía no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor, pero me repudiaba física y moralmente.
Así que esa excursión al Louvre no era tan inocente como pudiera parecer. Escaleras. Estatuas. Salas. Al franquear el umbral de ese templo, empezaron a ocurrir con nosotros cosas raras, aunque en cada uno de diferente manera: él de repente adoptó un aire místico y se puso a caminar de puntillas como si su sensibilidad, aumentada súbitamente, le hubiese dado alas, se acercaba a los cuadros y a las estatuas en un estado de tensión, se notaba que lo vivía y eso me enfurecía, ya que sospechaba que él lo vivía para mí, para atraerme a su culto. Entonces, cuanto más él se exaltaba, yo me volvía más flemático y apático. Con expresión de perfecto campesino echaba unas miradas descuidadas a aquellas salas llenas de la monotonía infinita de las obras de arte, aspiraba ese olor a museo que da dolor de cabeza, mientras mis ojos se deslizaban de un cuadro a otro con esa expresión mezcla de aburrimiento y menosprecio que produce el exceso. Eran demasiado numerosas esas obras maestras y la cantidad mataba la calidad. Y también esa disposición tan uniforme... sobre las paredes. Bostecé.
La expresión de Jules rayaba entre la histeria y el odio.
–Estoy harto –dije–. Basta. ¡Vámonos!
Salimos al mundo ¡qué delicia!: sol, mujeres. Él se me echó encima, colérico, se hallaba verdaderamente fuera de quicio. Dejo aparte la pelea que se desencadenó más tarde, pero citaré un fragmento de nuestro diálogo de transcendental importancia para mí.
–¿Por qué me haces reproches? –pregunté–. No comprendes que yo no miraba esos cuadros, sino otra cosa.
–¿Qué cosa?
–La gente. Tú miras los cuadros y yo la gente que admira esos cuadros. Esos admiradores tienen una expresión estúpida, ¿entiendes? Un hombre al admirar un cuadro pone cara de imbécil. ¡Es un hecho!
–¿Por qué?
Esa pregunta me sorprendió, no sabía por qué. Y sin embargo, me invadió una dulce certeza de que mi teoría era justa y de algún modo importante: seguro que en esa admiración existía algo de estupidez.
Me limité solo a contestarle:
–¿Por qué? ¿Por qué? No te preocupes, lo pensaré y lo descubriré. Te llamaré en cuanto lo haya pensado.
¡Pobre! Aún hoy estará esperando mi explicación.
LAS ALTAS ESFERAS
Me iba introduciendo poco a poco en el mundillo artístico y, sin darme prisa, proseguía mi práctica de pasante, trabajaba en el tribunal de primera instancia y apelación, siempre de secretario, cuyas obligaciones consistían en preparar los protocolos de las sesiones. Era un trabajo que me convenía: me dejaba tiempo suficiente para la literatura y, además, había conseguido tal destreza en la redacción de los expedientes que, en los momentos menos tensos de la sesión, garabateaba a escondidas mis pequeñas obras literarias.
El tribunal llegó a ser para mí una especie de abertura por la que penetraba en la miseria de la existencia en general y de la existencia polaca en particular. Esa miseria no me resultaba extraña, la conocía bien, no tanto por experiencia, sino porque mi sensibilidad estaba muy alerta a sus manifestaciones y porque no me dejaba arrastrar por ilusiones, algo que tiene más importancia que una vivencia personal de la miseria. Pero en el tribunal todo eso tomaba forma, el tribunal era para mí un teatro permanente que me revelaba, en versiones diferentes, el drama de un mundo inferior. Lo observaba desde mi silla, en la mesa de los jueces, y, en ocasiones, faltaba poco para que explotase en un malicioso y amargo aplauso.
Observaba también las esferas superiores, destinadas a juzgar la inferioridad: los jueces, fiscales, abogados. Los jueces me agradaban infinitamente más que los abogados, por quienes sentía una verdadera aversión, que hoy todavía mantengo, a causa de su afectación, su retórica, sus efectos oratorios, todo ese palabreo que se esforzaba en demostrar su cultura, su humanismo, su filosofía, cuando en realidad solía faltarles mucho para dominar, a grandes rasgos, esas cuestiones. Allá, en el tribunal, se hacía evidente que los estudios de Derecho no proporcionaban ni aquella “cultura general” de la que se sentían tan orgullosos, ni tampoco, simplemente, una buena educación en su sentido más profundo, humanista... Y su confrontación con la miseria humana dejaba mucho que desear...
Contrariamente a lo que se ha dicho y escrito sobre mí, durante muchos años, nunca fui indiferente al siniestro problema de la vida fácil de los ricos y la vida difícil de los pobres; fue un asunto que siempre me ha atormentado dolorosamente desde mi más temprana juventud.