Nuestra necesidad de Rimbaud 09 Abr 2018
Revista Kunst | María Malusardi
El cuenco de plata editó Nuestra Necesidad de Rimbaud, en el que el poeta y ensayista francés reivindica lo imprescindible y necesario de los versos del autor de Una Temporada en el Infierno
Un año antes de que André Breton lanzara el Primer Manifiesto Surrealista, nacía Yves Bonnefoy, una de las voces de la poesía francesa más resonantes de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. Bonnefoy no sólo le dio continuidad a una tradición notable que va desde Francois Villon hasta los simbolistas precursores de las vanguardias (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé), sino que profundizó en su propia voz aquella “ansiedad de la influencia” que con tan áspera certidumbre describió Harold Bloom como el resultado de un acto complejo de malinterpretación fuerte, una interpretación creativa a la que decidió llamar “equívoco poético”. El poema fuerte, resalta Bloom, es la ansiedad lograda. “Lo que los escritores pueden experimentar como ansiedad, y lo que sus obras están obligadas a manifestar son la consecuencia del equívoco poético antes que su causa. La malinterpretación fuerte sucede primero; ha de haber un profundo acto de lectura que es una especie de enamoramiento con una obra literaria. Probablemente esa lectura será idiosincrásica y casi seguro ambivalente, aunque la ambivalencia esté velada. Si Keats no hubiera leído a Shakespeare, a Milton y a Worthsworth, no tendríamos ni las odas ni los sonetos ni los dos Hiperión de Keats (…). Wallace Stevens, hostil a todas las sugerencias de que estuviera en deuda con su lectura de poetas precursores, no nos habría dejado nada de valor sin Walt Whitman, a quien Stevens desprecia en ocasiones, a quien casi nunca imita abiertamente, pero a quien misteriosamente resucitó.”
Polémico y provocador, Bloom condensa conceptos ineludibles centrándose, casi siempre, en la tradición sajona. Dándole continuidad a este derrame teórico, cabría preguntarse qué tan cerca de Rimbaud ha estado Bonnefoy –qué tan cerca de Mallarmé y de Baudelaire- como para dedicarle una serie de ensayos, tan exhaustivos como complejos, y de qué manera Rimbaud ejerce sobre Bonnefoy la misma potencia creadora (“los poemas fuertes son siempre presagio de resurrección”, afirma Bloom) que Whitman sobre Stevens.
Lejos de certificar semejante lectura crítica –demandaría la genialidad de Bloom y una entereza intelectual que excede a la pretensión de este artículo- la idea es convocar a un juego en el que siempre hay una trama -una historia posible de la literatura-, instaurando un canon que definitivamente es arbitrario pero que indaga en una línea de lectura que abre, interpela y, sobre todo, discute.
Yves Bonnefoy ha desarrollado su carrera en dos líneas muy marcadas que se necesitan y se potencian: el poema y el ensayo. La imagen, lo visual -la pintura, en definitiva- y esencialmente su inquietud por la palabra son temáticas fundamentales de su pensamiento y de su escritura.
Su poesía es nítida, onírica, condensada. La fugacidad de su decir no genera pérdida; por el contrario, el poeta urde una retórica que va dignificándose a sí misma hasta rozar la perfección. Mientras afirma, en el final de un poema, que “la imperfección es la cima”. Filoso en su balbuceo, etéreo en su anclaje, Bonnefoy sobrevuela como un ostrero de pico rojo, da sus giros hasta que logra la puntada definitiva, y aborda (y borda) la presa sin permiso ni remisión: “Un leve viento / Escribe con la punta del pie una palabra fuera del mundo”.
Se podría decir que renueva –resucita- una tradición sublime y densa, como lo es la poesía francesa en todo su demoledor espectro.
NECESIDAD Y REMEMBRANZA
Nuestra necesidad de Rimbaud. Así de colosal resulta la ambición. No se trata de él, de Bonnefoy, sino de todos, escritores y lectores. Cómo atreverse a no necesitar los versos de Rimbaud. La segunda persona del plural en el título implica –embarra- a todo el que se atreva a abrir el libro y sumergirse: la necesidad de Rimbaud –la nuestra- nos lleva a la necesidad de Bonnefoy. “He aquí un libro que sólo habla de Rimbaud, aunque sin embargo no es, debo decirlo de entrada, un libro ‘sobre’ él.” Lo que intenta este conjunto de ensayos escritos en diferentes épocas y reunidos finalmente a su antojo, es un acercamiento a Rimbaud: “Una especie de diario de mi afecto por este poeta.”
Escribir sobre la obra de otro no es más que una tentativa de arrimarse a esa zona confusa del propio ser poeta. De dónde nos viene esa magia absurda de la poesía que nos lleva a zonas intrépidas y asfixiantes, y que nos demora en la zozobra mientras nos impulsa a sobrevivir. Se trata de traspasar una línea a través de otro poeta –puesto que nos la señala ese otro poeta- para llegar a la propia zona de catástrofe; se trata de traspasar esa línea cuyo otro lado presenta una amenaza aunque en esa amenaza habite el éxtasis. Allí donde el lenguaje pierde su mera utilidad y se acerca a su trascendencia, aparece el ser desplumado y sangrante que es el poeta al rojo vivo con las palabras trastocadas, capaces de llegar a regiones inesperadas e incendiarias. Entonces, la belleza hace su aparición en el escarnio:
“Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre; envidiaba la felicidad de las bestias –los gusanos, que representaban la inocencia de los limbos, los topos, ¡el ensueño de la virginidad!
“Mi carácter se agriaba. Decía adiós al mundo en una especie de romanzas…”.
Ni inmunidad ni asepsia. Así la crudeza lírica de Rimbaud, así la lectura que Bonnefoy nos entrega: “Leer a un gran poeta no es tener que decidir que es grande, como aficionado a la literatura, que es la peor arrogancia, sino pedirle que nos ayude. Es esperar que su radicalidad nos guíe, aunque sea un poco, hasta la seriedad de la que tal vez uno sea capaz.”
Abordar los ensayos de Bonnefoy no sólo implica un viaje por la singular escritura de este autor, sino que nos empuja a retornar, con avidez y aplomo, a los textos de Iluminaciones y de Una temporada en el infierno. No existe poeta hoy en el mundo –perdónese la contundencia- que en sus inicios al menos no haya sido descarnado por los versos excesivos e hirientes de Rimbaud, el amante de Verlaine. Descubrir la POESÍA es, inexorablemente, emborracharse de Rimbaud: “Es ella, la pequeña muerta detrás de los rosales”. O: “Rodar a las heridas, por el aire cansado y el mar; a los suplicios, por el silencio de las aguas y de los aires mortíferos; a las torturas que ríen, en su silencio, atrozmente espumoso.” ¿No nos permiten, acaso, estas perlas negras de Rimbaud, dilucidar la brutalidad con la que han caído –inoculado- hasta el soborno, sobre los versos –a modo de fatídico homenaje si se quiere- de nuestra Alejandra Pizarnik?
Bonnefoy sabe leer en Rimbaud la potencia del lenguaje en las heridas. La fuerza de la palabra en la “aspereza de los senderos” (único modo de atravesarlos). Ensayista lúcido, poeta deshojado y terso, Bonnefoy revela el decir poético –a través de sí como a través de Rimbaud- como el espacio ontológico de salvación. “Pobre como la soledad, la poesía tiene a veces la misma virtud vivificante. A la luz de la lucha contra el habla deteriorada, se parece al silencio.”