Las lágrimas 03 Mar 2018

En busca de un mundo prodigioso

Ideas | La Nación | Gabriela Caldirola

 

Con más de sesenta libros que transitan entre el ensayo y la novela, entre los que se destaca el proyecto Último Reino, que ya cuenta con nueve volúmenes publicados, Pascal Quignard (Francia, 1948) podría parecer un escritor inabordable. Pero su escritura pone en práctica una forma de sinécdoque, por la cual cada uno de sus libros es capaz de cifrar, modo, la totalidad de su proyecto literario, para hacer de la recurrencia (de asuntos, de procedimientos y de formas) un modo de refinamiento. Con el estilo fragmentario que lo caracteriza, Las lágrimas se sitúa en los tiempos del imperio carolingio, y tiene como protagonistas a dos hermanos gemelos, Nithard y Hartnid (nombres que son anagrama el uno del otro), nietos de Carlomagno.

Se superponen diferentes temporalidades. Hay un tiempo mítico, en el que la diosa Arduina duerme en el fondo de un bosque y con el cual da inicio la novela: “Antiguamente, los caballos eran libres”. Hay un tiempo histórico, datado en la Alta Edad Media, entre los siglos VIII y IX, que salta entre décadas para testimoniar los procesos de transformación del reino franco, el nacimiento de la lengua francesa y una posible génesis de la Europa actual. Hay, también, un tiempo bíblico, sugerido por los Evangelios que se citan como un eco familiar, que resuena en la cercanía de las historias narradas. Y hay, por último, un presente propio del acontecimiento poético que, como la experiencia mística, pertenece a “un tiempo distinto de la época donde los guerreros hacen la guerra, donde los mercaderes hacen su mercado, donde los labradores labran”.

En Las lágrimas la narración progresa a fuerza de recomenzar, pero lo hace cada vez desde una perspectiva distinta, lo cual da como resultado un conjunto de historias facetadas, como estancias entre las cuales el autor dispone los hilos de un simbolismo elusivo, astillado, que sabe tejer con maestría. El relato avanza de siglo en siglo y de década en década, para detenerse de súbito en la miniatura de un instante. Es así que un episodio de la vida de Carlomagno, rayano en la trivialidad, cobra una potencia inusitada cuando, volviendo de España con sus tropas, da la orden de detenerse ante la visión de una ranita marrón en la mitad del camino.

Gestados juntos en el vientre de Berthe, hija de Carlomagno, los destinos de Hartnidy Nithard se bifurcan. El primero inicia un peregrinaje en busca de un rostro que vio en sueños, y en eso se le va la vida. Por su parte, Nithard se convierte en secretario de Carlos el Calvo, y su pluma inscribe nada menos que “la primera huella escrita de la literatura francesa". Además de los hermanos, otros personajes memorables pueblan estas páginas: un hombre rengo que camina de aldea en aldea llevando una caja de ranas cantoras; Frater Lucius, un monje que ama con devoción a un gato negro; un pintor que descubre una sombra cuyo dueño “se fue tan rápido que no tuvo tiempo de llevársela con él”; y la ubicua Sar, chamán que improvisa poemas y canciones a lo largo de la novela, los cuales funcionan como comentarios, en clave hermética, de los episodios narrados.

En el mundo que se evoca todavía tiene vigencia una forma atávica de religiosidad no divorciada de la experiencia sensible. Es un mundo abundante en prodigios, apariciones, sortilegios, donde la contemplación eremítica convive con la brujería y los animales encaman todo tipo de transfiguraciones. Donde una lechuza puede ser “un gato que vuela en la noche”, y un gato puede transformarse en mirlo cantor. Un mundo, en fin, plagado de milagros. Y “no es que en el presente haya menos”, dice Quignard, pero “su advenimiento ya no se inscribe en el alma como en el tiempo antiguo”. Ocurren, señala, pero ya no se los testimonia. Eso es, entre otras cosas, Las lágrimas: una invitación a registrar, de nuevo con sorpresa, los signos de una existencia prodigiosa.