19 Ene 2018
Revista Ñ | Osvaldo Aguirre
El poeta y pintor santafesino, fallecido esta semana, deja una obra de una percepción y una delicadeza incomparables.
Hay que afrontar, ahora, los ubicuos// guardianes del umbral/ y alcanzar, más allá, la Tierra Pura/ de tiempo”, escribió Hugo Padeletti en “Tiritando en la noche lisa”, su último poema. Después de la muerte del poeta, esas palabras, seguidas de una cita del Eclesiastés, parecen cargarse de un sentido confesional. Sin embargo, con la gracia característica de la obra, el hilo conceptual se subordina al fraseo y la armonía de las voces, y a través de un aparente excurso sale del yo y se detiene en otro ámbito: “La epopeya –dice–/ descendió del Olimpo al arrabal,/ decayó de su vuelo musical/ y se volvió plebeya”. Como anotó en un texto anterior, “golpeas/ en esta costa/ y se juntan arenas/ en la otra”, la revelación que produce el instante poético cuenta en la medida en que es desconcertante.
Ante la banalización de las formas, Padeletti mantuvo en alto la construcción del poema como objeto de belleza. La inspiración, porque en ella creía, actuaba de manera inesperada, por “rachas”; después seguía un proceso de corrección y de reescritura que podía llevar muchos años. La poda, como le gustaba decir, un “procedimiento estilístico habitual” en su práctica, retomaba el sentido de intervención que aligera y realimenta un ciclo vital con el que había adquirido en su mundo de origen, el campo del sur santafesino.
El principio de su obra fue precisamente una imagen de la naturaleza. Padeletti contaba que la contemplación de unos plátanos, en el patio de la escuela secundaria, precipitó el verso “las ramas tienen su actitud cada una” y de inmediato, “Misión”, poema inaugural no solo en términos biográficos sino de descubrimiento del yo poético, el que vuelve del campo, según anuncia entonces, “tenso/ de gestaciones” y se cumple como tal con la palabra.
Tenía 16 años cuando publicó “Misión” en la revista Cosmorama, “pero el poema está tan vivo en mí como si lo hubiera escrito ayer”, le dijo a Jorge Fondebrider, en la entrevista que publicó el primer número de Diario de Poesía (1986), cuando comenzó su reconocimiento. Su formación transcurrió en Rosario, no tanto por los estudios que cursó sino por los interlocutores que encontró en el ambiente cultural de la ciudad, por un lado entre los pintores del grupo Litoral –Oscar Herrero Miranda, quien lo impulsó a la plástica, Juan Grela, su maestro de dibujo, Leonidas Gambartes– y entre algunos escritores mayores –Arturo Fruttero, “mi escuela particular de humanidades”, Fausto Hernández, Nélida Esther Oliva. El diálogo de Padeletti con estos artistas y autores continuó hasta el final de su vida, a través de su propia obra.
La intemporalidad de los poemas, la ausencia de marcas de época, remite asimismo al orden natural, a la sucesión de ciclos que procesan una y otra vez la misma materia. Ese movimiento estructura su obra: reeditó el primer libro, Poemas (1960), corregido y aumentado en Apuntamientos del ashram y otros poemas 1944-1959 (1991); entre 1980 y 1983, antes de mudarse a Buenos Aires, escribió Guirnaldas para un luto, que incluyó en La atención (1999), corrigió para su edición individual (2015) y siguió reescribiendo; en 1992 escribió Canción de viejo, lo retomó y podó seis años después, volvió a guardarlo y tres años más tarde lo reescribió para publicarlo finalmente en 2003.
Padeletti encontraba en la naturaleza no un objeto para copiar sino un repertorio de formas, y la función del arte, alejada de las modas y de los cambios, consistía en explorar el sustrato propio de experiencias sensibles y espirituales, “para seguir diciendo lo mismo”. En este sentido resuena el fragmento del Tao te ching que inscribió como blasón: “conocer lo permanente es iluminación”.
A los seis años quedó deslumbrado por la visión de un pedazo de papel blanco que flotaba en un cauce de agua oscura. Lo que buscaba al pintar o hacer un collage, dijo, era repetir esa experiencia. En una obra signada por el ocultamiento y la postergación, como le vaticinó su horóscopo, la plástica fue la zona más reservada, ya que comenzó a exponer en 1966 y todavía treinta años después no había exhibido la parte que más le interesaba, las pinturas y collages de pequeño formato sobre papel.
No encontraba diferencia entre lo que lo llevaba a pintar o escribir un poema, podía hacer indistintamente una cosa u otra. Así como la poesía, en su concepción, no era mimética, la plástica rehuía la ilustración, la propaganda ideológica, la publicidad. “Pocas cosas”, el poema dedicado a Grela, formula el principio creador básico, “el acto claro/ en el momento claro”, en correspondencia con el concepto de la atención, “este ahora/ suficiente/ sin residuos”. Poesía y pintura eran también sus “ejercicios espirituales”, porque requerían un grado de concentración comparable al de la práctica zen de la concentración y apuntaban a la iluminación o satori, en el plano de la forma: “la concentración y contemplación compositivas, a veces agotadoras, y la gozosa contemplación final de la obra ya lograda”.
La atención, su primera obra reunida, se presentó con el subtítulo “poemas verbales-poemas plásticos”, al compilar los textos de Apuntamientos en el ashram, Poemas 1960/1980 y Parlamentos del viento junto con parte de sus dibujos y collages y con una selección de notas críticas y entrevistas. Dibujos y poemas señalaban “el camino errabundo de un seeker, de un persistente buscador de sentido”. En esa observación se encuentra El andariego (2007), la reunión de su poesía en diecinueve estaciones que no representaban una sucesión sino la relación de los textos “con motivaciones enraizadas en una larga historia de vida que comienza a manifestarse poéticamente en plena adolescencia y lo sigue haciendo, con involuntarias interrupciones, hasta la vejez”.
En “Tiritando en la noche lisa”, su último poema, Padeletti contrapone “el flavo respandor/ que fertiliza, ahonda y eterniza/ el ojo inquisidor” al “cotilleo sin luz/ de las tenaces moscas/ de la mente”. Un retorno sobre el núcleo de su obra, allí donde la atención se convierte “en el ojo del gato,/ en el ojo del hombre que comprende/ la situación”, y un nuevo punto de partida.