21 Ene 2018

El resto es lo esencial

Radar libros | Página 12 | Florencia Abbate

 

Es difícil para mí hablar de Hugo y separar la obra de la persona, no sólo porque fue un gran amigo y un maestro que me enseñó muchas cosas, sino sobre todo porque en él la creación artística era una parte indisoluble de un modo de vida. La principal preocupación de Hugo fue desde chico una vida con sentido. Por eso estudió filosofía. En uno de sus ensayos, cuenta que después de una intensa lectura de Heidegger, reveladora pero también agotadora, sintió una saturación del conocimiento conceptual y la necesidad de “vaciar su mente del exceso de conceptos para tenerla disponible para lo que se presente en el momento”. Entonces, cuenta: “Visité los ashrams de los yoguis en el Himalaya porque siempre me interesaron las técnicas para la realización interior”. Escribir poesía, dibujar, hacer collages, fueron parte de esas técnicas para la realización interior, que se complementaban con ejercicios budistas. En otro ensayo, explica que el tipo de obra que a él más le interesa, “la que más necesita, creo, el perturbado hombre de hoy”, y agrego, la que quiso y logró producir: “es tranquila, serena, simple, silenciosa, profunda, transparente como el agua en reposo; proviene de la experiencia contemplativa y reconduce nuevamente a ella”.

Las obras de Hugo son hijas de esa búsqueda; y la experiencia contemplativa (en su doble perspectiva, religiosa y estética) exige cultivar la atención, un arte difícil, que requiere renunciar a toda una serie de “distracciones” mundanas, como tener ambiciones materiales, necesitar de la aprobación externa, o simplemente dejarse llevar por los ritmos y valores que propone la organización social. Hugo consagró su vida a cultivar ese don, a hacerlo crecer, a honrarlo, a convertirlo en una fuerza inalienable que iluminaba su existencia, no sólo al crear sino también al mirar, al hablar, al escucharte. Se conectaba con el mundo de ese modo, y si estaba en uno de esos malos días en que no podía estar atento, prefería suspender el encuentro y retirarse a su habitación. Todos los consejos que me daba –a veces cuando me tiraba el tarot– tenían que ver con la atención: dale espacio a tus mejores capacidades, dedicate a desplegar tu potencial, no pierdas tiempo con esto o aquello. 

Hugo aseguraba escribir bajo el efecto de aquello que nombramos con una palabra un poco bastardeada: inspiración. Reconozcamos que no cualquiera se “inspira”, hay que vivir de una manera que permita inspirarse. En su caso la inspiración era fruto de una disciplina: un estado de espera sin objeto, que se aparta de toda impaciencia o deseo contingente. La poesía habitando la vida, impregnada en la mirada, era el marco en el cual, como un regalo, irrumpía algún día esa súbita visita semejante a una iluminación. Su agudo sentido para la forma, las imágenes, el ritmo, provenía de un modo de mirar no exento de vacío, disponible a las solicitaciones de cada presencia: una mirada consciente de que el breve esplendor de una amapola, como dijo en un poema, “no vale menos que una columna dórica”. En su obra lo que cuenta realmente es el aquí-y-ahora. La eternidad no es la duración infinita sino el no-tiempo del instante: “La ciruela en el plato repite el mismo cuadro / antiguo, / nuevo: la eternidad / del instante”. O bien: “¿Nadie sabe qué es / el corazón que late / el tiempo que late y combate / y los grandes espacios / abiertos, que palpitan?”. De este tipo de interrogaciones se alimenta toda su poesía, que es también una reflexión filosófica sobre el paso del tiempo, las manifestaciones de la belleza, y esos extraordinarios momentos en que una capacidad de atención superior posibilita ver el mundo más vívidamente. 

Si bien se liberó del exceso conceptual al distanciarse de la filosofía occidental y elegir la levedad con que Oriente ha concebido las cuestiones espirituales, hay en la poesía de Hugo una tendencia a los conceptos, así como en su obra plástica hay una tendencia a lo abstracto, a las formas puras, coincidente con lo mucho que le gustaban Miró, Jean Arp, el último Klee y los Picasso planísticos. Dos de sus poetas favoritos eran Yeats y Gerard Manley Hopkins, de quien ahora recuerdo una frase que viene bien a cuento de la obra de Hugo: “aquello que uno mira fijamente parece mirarlo fijamente a uno”. La creación de las formas empezaba interrogando las apariencias. No se trataba de medir y calcular, sino sobre todo de saber recibir lo que está más allá. Las apariencias son aquella frontera que aspiraba a atravesar con la intuición, para captar, en el acto de mirar, algo que se encuentra más allá de lo visible. Compartíamos la idea de que en toda creación genuina hay un elemento que no se deja someter a la conciencia. Y ese resto, es lo esencial.

Muchos de sus poemas hacen explícita su poética, por ejemplo, todo aquello que su poesía no es: “Ni surrealismo, ni letra / de tango, / ni las trágicas / infatuaciones políticas”. Nunca órdenes ni lamentos sino palabras-semilla, lo que él consideraba la imagen más hermosa, la de la semilla que echa un brote, luego el brote es un tallo, y el tallo echa hojas, la rama da una flor y la flor un fruto: “Las órdenes son cortas, los lamentos / son largos, las semillas / son árboles. / Las palabras-semilla desarrollan / raíces, se despliegan / en árbol y florecen / de pie. / Vale la pena / contemplarlas”. Y siempre ese lugar donde el poeta renuncia a la voluntad de controlar el proceso de creación: “y…lo siento / pensaba en elementos / para un poema / junto al canario. / No me esperó, lo está / cantando. / La poesía se hace / queriendo / y sin querer. / Golpeas / en esta costa / y se juntan arenas / en la otra”. 

Hugo tuvo una vida maravillosa, siempre auténtico, fiel a su búsqueda, creando con placer, nunca como un operario, convirtiendo la experiencia en sabiduría, como un viajero que aprende hasta el último día, y murió poco antes de cumplir noventa años, ya desde hace tiempo preparado para la muerte, me consta. No es que en su vejez no haya tenido obstáculos. Perdió a su pareja de décadas. Una vez quedó internado en la guardia psiquiátrica del Hospital Italiano y para salir se tuvo que alojar en un geriátrico. En eso se gastó las únicas reservas que tenía: el premio de la Beca Gugenheim. Volvió a su casa y tuvo que mudarse porque era un piso por escalera y no le funcionaban bien las piernas. Lo hizo. Nunca supimos bien cómo. Pero siempre que hablabas con Hugo, a pesar de las dificultades, mantenía su mirada penetrante y su amable sonrisa, su sentido del humor y la pasmosa lucidez de sus frases. 

Recuerdo que un día que me quedé mirándolo cruzar la calle, caminaba muy lento, con su bastón y su boina, despreocupado, mientras todo alrededor era un peligro, el caos de la ciudad, los autos y colectivos que circulaban tan rápido, las bocinas; me desesperé y de pronto me reí: todos los peligros le pasaban por al lado sin tocarlo. Había en Hugo algo a prueba de catástrofes; acaso su fe, o ese resto que no sé cómo se llama pero es lo esencial.