10 Ene 2017

Felisberto Hernández

ADN Radio | Francisco Mouat

Francisco Mouat comenta en ADN la obra del escritor uruguayo.

 

No está en la primera línea de los escritores uruguayos más renombrados, como Mario Benedetti, Eduardo Galeano o Juan Carlos Onetti, pero estoy seguro de que la historia de la literatura y sobre todo la memoria de sus lectores ya lo premió con el reconocimiento de su obra. Hablo de Felisberto Hernández, uno de los escritores más originales e inclasificables de la literatura latinoamericana del siglo veinte. Felisberto además de escribir tocaba el piano, y cuando joven acompañaba en vivo en las salas de Montevideo algunas exhibiciones de cine mudo. Ese oficio lo llevó a escribir, por ejemplo, un relato inconcluso y sin título que dice así: "En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui al cine. La linterna del acomodador alumbraba mis pasos y hacía brillar mis zapatos, que a cada instante estaban a punto de pisarlo. El se detenía bruscamente para ofrecerme asiento y le parecía raro que a mí me gustara sentarme tan adelante. Mientras tanto yo pensaba: él no sabe que yo tocaba el piano en los cines cuando era joven y me acostumbré a mirar la película al pie de la pantalla. Como quien dice: tomar leche al pie de la vaca".

Descubrir hace años a Felisberto Hernández fue un hallazgo maravilloso, en una época en que era realmente difícil encontrar sus libros. Hoy su obra está disponible en librerías. Un relato suyo del primer tomo de sus Obras completas se llama "La Pelota", y cuenta una historia de infancia, cuando un niño que pudo ser él mismo tenía ocho años y vivió "una larga temporada" con su abuela en una casa pobre. Todo lo que quería entonces el niño era que la abuela le comprara una pelota de colores que vendían en el almacén, pero la abuela se resistía y alegaba que no tenía dinero. Como el muchacho la cargoseó bastante, la abuela buscó entre las telas de un baúl el género suficiente para hacerle una pelota de trapo, lo que provocó más fastidio aún al niño. El no quería la de género, él quería la de colores que vendían en el almacén. Cuando la abuela le entregó la pelota hecha con sus manos, el nieto volvió a encapricharse porque no le agradaban los movimientos de ella en el aire, ni que se llenara de tierra, ni que perdiera la forma cuando era golpeada con el pie. Finalmente, cuando el muchacho se aburrió de jugar con la pelota de trapo e insistió una vez más en que le compraran la del almacén, la abuela lo mandó a comprar dulce de membrillo: "Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo". El niño volvió del almacén, y siguió jugando con la pelota hasta que la dejó chata como una torta. Luego fue a donde estaba la abuela y le dijo que aquello no era una pelota, sino una torta, y que si ella no le compraba la de colores del almacén él se moriría de tristeza. La abuela se echó a reír, y entonces el nieto puso su cabeza en la barriga de su abuela y se sentó en una silla que ella le arrimó y se fue quedando dormido sintiendo "la barriga como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración".

Obras completas, de Felisberto Hernández, de Editorial Cuenco de Plata.