Felisberto Hernández 07 Ago 2015

La pobreza errante de un genio

El País | Montevideo | Redacción

Una mirada crítica a la reedición de la biografía de José Pedro Díaz sobre el autor uruguayo.

 

SIN SER voluminosa, la obra de Felisberto Hernández instaló en la literatura una potente referencia que en sus dimensiones elementales encarna la originalidad sin precedentes, los tratos de la memoria y el tiempo, el estatuto de la realidad, de su narración, a lo que cabría sumar la pobreza errante de un genio. El genio de Felisberto nunca estuvo en duda, salvo para Emir Rodríguez Monegal. Si fue ingenuo, en qué y hasta qué grado, es un asunto más complejo. La reedición de Felisberto Hernández Vida y obra, de José Pedro Díaz, vuelve a acercar este problema literario que acompaña la difusión de sus textos y la atención académica.

El ensayo biográfico de José Pedro Díaz es panorámico, limitado y sustancial. Recorre la vida y la obra de Felisberto auxiliado por la correspondencia con sus mujeres, testimonios de amigos, su condición de testigo en algunos episodios, la recolección de datos y un prolongado trabajo crítico en el análisis y la edición de su obra. No es sin embargo, un libro exhaustivo. Demasiadas experiencias y zonas de la personalidad de Felisberto son más aludidas que investigadas, muchos datos encandilan pero no se esclarecen, otros se eximen de comparecer más allá de la anotación, como su prédica anticomunista en radio El Espectador (1956) y en las páginas de El Día (1958) cuando integraba el Movimiento Nacional por la Defensa de la Libertad (MONDEL). ¿Cuáles fueron sus argumentos, que afirma Paulina Medeiros estaban pagos? ¿Eran inteligentes, mordaces, incautos? Por sumar otro ejemplo: Felisberto detestaba el tango y recibió con entusiasmo el trabajo en Agadu, enseguida desmentido, de denunciar a las orquestas que tocaban repertorio sin pagar derechos. Para su desengaño, sólo tuvo que anotar los temas musicales sentado frente a una radio. El dato viene acompañado de una lastimosa confesión: "yo presento la ventaja de que nadie de los tangueros me conoce y puedo entrar a un café o un cabaret sin alarmarlos. Y así no saben de dónde viene la multa o el espiante". Hay acá otra pregunta ineludible, que el libro de Díaz no contesta.

Aún así, el aporte vale por el ordenamiento del itinerario vital, por la suma de datos esenciales que vinculan la obra con las circunstancias, y por algunas interpretaciones especialmente incisivas que junto a muchas citas, cabe lamentar, se reiteran una y otra vez a lo largo de las páginas.

GENEALOGÍAS.

Definida a grandes trazos, la tesis biográfica de Díaz es que Felisberto vivió tortuosamente la música porque su vocación era literaria, buscó salvarse de las miserias de su vida de concertista con la gran idea de convertirse en escritor, y apoyado por unos pocos pero prestigiosos amigos (Vaz Ferreira, Jules Supervielle, Susana Soca, entre otros) se ilusionó con un reconocimiento que le dio más prestigio que recursos con los que vivir. Pese a sus cuatro casamientos y la prolongada relación con Paulina Medeiros, vivió para sí, obsedido por su íntima fragilidad, y ya de regreso de su beca en Europa, cierto extravío y las lapidarias críticas de Emir Rodríguez Monegal acabaron por sumirlo en la desesperanza. No hay tesis sobre sus abundantes conquistas y fracasos amorosos —no era un tópico público en la crítica de la generación del 45—, ni mayor aproximación al modo en que vivió su asombroso y engañado casamiento con la espía soviética África de las Heras.

Díaz ordena la obra de Felisberto en cinco ciclos. Los libros sin tapas (no las tenían): Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931). Corresponden a sus épocas de concertista de piano. Luego agrupa Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido(1943) y Tierras de la memoria (escrito a inicios de los años 40, pero publicado en 1965, después de su muerte). Ya había decidido convertirse en escritor. Adjudica un tercer momento a los cuentos breves de Nadie encendía las lámparas (1947), organizado bajo la influencia directa de Jules Supervielle, y una cuarta etapa después de su regreso de Europa, cuando publicó sus textos más celebrados: "Las Hortensias" y "El cocodrilo", ambos de 1949, y "La casa inundada" (1960). Separa Diario de un sinvergüenza, texto que quedó inconcluso y data de 1957, cuando decidió vivir en un sótano.

En su recorrido, enfatiza la decisiva influencia que Supervielle ejerció sobre Felisberto, su deslumbramiento por el poeta, las expectativas, diríase infantiles que le despertó ese reconocimiento, y entre otros registros, recupera el testimonio de una lectura privada de "La casa inundada" en 1950, lo que probaría que trabajó diez años en el cuento. La ponderación quiere desterrar la idea de que las digresiones y derivas imprevistas en los textos de Felisberto obedecieron a alguna improvisación. Díaz las adjudica a un cambio de rumbo que se hace ostensible en medio de la escritura de El caballo perdido: la decisión de narrar de qué modo operaba su memoria y todo lo que no formaba parte del discurso consciente, la preocupación por la alteridad y el doble, también manifiestas en textos posteriores. Y es en la oscuridad de este punto donde se abre una pausada discusión en torno a los relatos del autor. Qué textos pueden considerarse bicéfalos, truncos en su impulso inicial por la dificultad de llevarlos a cabo; si Felisberto narraba el esfuerzo por recuperar el pasado, o parodiaba y se burlaba de esa intención, si iba desgarrado a la experiencia del recuerdo o con deliberada ironía.

LA DISCUSIÓN.

Dos notables escritores asumieron diferentes actitudes frente al problema y a las interpretaciones de José Pedro Díaz. La editorial El cuenco de plata transcribe en la contratapa de esta edición una carta laudatoria que le hizo llegar Julio Cortázar y como no figura la fecha, el lector desprevenido puede creer que alude a la obra. En realidad se trata de una carta fechada el 1 de junio de 1966, a propósito de un trabajo preliminar de Díaz, que acompañaba la edición de Tierras de la memoria, publicada por Arca en 1965. "Yo sabía muy poco de Felisberto. Ahora, después de leer su estudio no solamente puedo tener una imagen material de él, sino que la explicación y la interpretación que hace usted de su obra con una capacidad expresiva propia de un narrador de su talla, lo iluminan con una claridad total. Su trabajo parece pensado por la otra cara de la luna de Felisberto…".

El entusiasmo de Cortázar lo llevó a proponerle a Paco Porrúa, entonces en la editorial Sudamericana de Buenos Aires, la publicación de Tierras de la memoria o sus obras completas, con el estudio preliminar de Díaz, "un estudio excelente, pero excelente de veras, de este señor Díaz".

Juan José Saer, en cambio, pese a que el estado de los originales mecanografiados, como indicó Díaz, mostraban las huellas de un borrador, discutió la idea de que Tierras de la memoria quedó inconclusa y abandonada por la dificultad en dominar los tiempos del relato, tal como interpretó Díaz y buena parte de la crítica literaria. En el ensayo dedicado a la novela, que integra su libro El concepto de ficción, afirma que donde Díaz ve un problema, hay una estrategia deliberada que reflexiona sobre la posibilidad de transgredir las convenciones de la organización del tiempo en la literatura. El centro de la discusión es el anclaje del tiempo real de la historia (el que fija el momento desde el que se cuenta). Para Díaz es el viaje en tren que inicia el relato. Felisberto va a tocar en un café de una ciudad del interior, lo sorprende un músico que se presenta como Mandolión, y enseguida el recuerdo de dos maestras francesas que conoció en su infancia. Cuenta cómo era la casa, sus recuerdos, y a partir de ahí inicia una cadena de asociaciones que lo inducen a evocar un viaje de juventud a Mendoza, desentendiéndose por completo, según Saer solo en apariencia, de la situación inicial. Después de transitar por muchos episodios, entre ellos una recordada secuencia sexual, el texto regresa al vagón del ferrocarril y termina con otra imagen del viaje a Mendoza.

Para Saer el tiempo real no es el del tren sino el de la escritura, manifiesto en el momento en que Felisberto dice, muy avanzado el relato: "Aquella noche en Mendoza yo reconocía la realidad presente por su angustia. Pero si ahora tengo ganas de decir que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en un vagón de ferrocarril, es porque aquel día que salía de Montevideo, acompañado por el Mandolión, no solo volví a reconocer esa angustia, sino que me di cuenta de que la tendría conmigo para toda la vida". Como la primera oración del relato es: "Tengo ganas de creer que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en una vagón de ferrocarril", la percepción de Saer resulta muy atendible. Pero más sustanciosa y polémica es su interpretación de que Felisberto leyó a Freud, y organizaba sus relatos por metáforas narrativas que abarcan secuencias enteras, a plena conciencia de que sus detalles figurativos representan estamentos inconscientes y conflictos psíquicos. "Yo creo que ya es hora de que la candorosa ingenuidad que se atribuye habitualmente a Felisberto Hernández —dice— muestre de una vez por todas que había resultado ser más nuestra que suya".

Que Saer lea a Felisberto desde sus preocupaciones literarias es una bienvenida arbitrariedad: reivindica la legitimidad de la digresión para organizar la unidad del relato y entiende que Felisberto impugna en este libro plenamente realizado, los métodos tradicionales de la narración para expresar que la memoria y el tiempo lineal son un engaño. "Díaz pretende ignorar —afirma— que toda organización narrativa depende de una concepción previa de la narración, y de sus elementos centrales, que son el tiempo y la conciencia". Si la acusación resulta excesiva, su argumentación tiene varios desarrollos relevantes para la indagación de la obra de Felisberto y de los mecanismos de la creación.

LOS BRILLOS.

A esta altura resulta indudable que la discusión no se habría abierto si no estuviera instalada la duda sobre el carácter ingenuo o deliberado de la narrativa de Felisberto, esa notable perplejidad que provocan por igual, su vida y su obra. Por momentos sus historias parecen la confesión de una larga angustia impotente que atraviesa, con insólita sinceridad, por deseos sexuales infantiles prolongados en la vida adulta, por la desorganización del cuerpo y la identidad. Y siempre irrumpe la ironía y el humor, esa meditada distancia inteligente con lo que narra. Puede entenderse que buscaba hasta con desesperación algo perdido en el pasado, o que se burlaba de ese intento condenado al más llano fracaso, incluso que con cualquiera de las dos intenciones, Felisberto se construye, o se destruye.

El testimonio de su vida no auxilia en este punto. Todo indica que fue abusivamente patética y sumerge las dudas en una incertidumbre mayor. Sin embargo, su obra se alumbra con brillantes imágenes y voces de opalina que penetran en situaciones grotescas, cuando no escabrosas, sin que medie la mentira o el pudor. Naturalmente, puede haber sido su dicha. Toda su dicha parece haber sido ese logro, esta inconclusa incomodidad.