Crisis de la República 04 Mar 2016

Hannah Arendt, violencia y revolución

La izquierda diario | Cecilia Feijoo

En momentos en que la crisis política y económica del capitalismo se aunaron y dieron origen a un conflictivo período, finales de la década de los ‘60 e inicio de los años ’70, Hannah Arendt dejó grabadas sus impresiones en tres ensayos, varias anotaciones marginales y una entrevista, todo reunido en “Crisis de la República” (Cuenco de Plata, 2015).

 

El libro es interesante no solo por las reflexiones que trasluce, sino por la particular conjunción que reflejan en la vida de la autora. Pensadora y protagonista en la agitada Alemania de principio de siglo XX, su destino incierto había incluido la relación con Heidegger, el paso por un campo de internamiento en Francia, la huida junto con unos pocos amigos judíos sobrevivientes a EEUU y la reconstrucción de su carrera académica en el país en el que produjo sus obras más importantes, como Los orígenes del totalitarismo en 1951 y La vida del espíritu en 1971.

Es interesante observar en estos textos el alejamiento de algunas posiciones sostenidas en Sobre la revolución de 1963, particularmente el desencanto frente a la democracia norteamericana, a la que ve corroída por la mentira y la manipulación plutocrática.

Las luces de la “república americana” que habían encandilado a la autora se apagaban en el trascurso de la guerra de Vietnam y dos procesos emergían de ese desgaste; por un lado, el movimiento por los derechos civiles, por otro, la radicalización política en franjas de la juventud. Arendt se cruzaba todo el tiempo con estos jóvenes activistas en las clases y en las Universidades donde trabajaba, como muchos académicos de las época, y el libro expone parte de las impresiones y críticas hacia las ideas políticas que formulaban.

Su ensayo transmite simpatía por el movimiento de desobediencia civil, aunque no particularmente por el de los derechos civiles de los negros. Los movimientos de desobediencia civil inauguran, a su parecer, un intersticio legal entre el orden constitucional y la necesidad de cambiarlo, son la “negación” parcial a una legalidad que necesita nutrirse de nueva legitimidad. Pero para la filosofa, a diferencia del movimiento de desobediencia civil, en los sectores juveniles radicalizados anida una ingenua reivindicación de la violencia política como arma de liberación de los oprimidos. Este “peligro” es el que enfrenta en el ensayo titulado “Sobre la violencia”.

La relación entre violencia y libertad, que el prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra de Franz Fanon consagró, es una de las piezas que la filosofa intenta desarmar. Para el existencialismo sartreano tardío la libertad siempre es la posibilidad de decidir y decidir a veces implica la muerte de otro, el asesinato. En ese acto decisorio, el sujeto recupera el sentido original de la vida, la capacidad de crearse “a sí mismo” como sujeto libre. Sartre formula una serie de problemas morales y éticos para llevar a cabo este acto, pero en algunas circunstancia es el único medio para ser libre, para salvar “al hombre”. Tal es la profundidad de esa concepción que aún escandalizan las palabras de un Sartre que, en el contexto de la guerra de liberación argelina, escribió que “matar a un europeo” era matar dos pájaros de un tiro, era suprimir a un opresor y a un oprimido, el resultado era entonces “un hombre muerto y un hombre libre”. La valentía de Sartre apoyando a los argelinos "contra su propio país" le valió ser el único profesor que los estudiantes del Mayo Francés permitieron hablar en su asamblea.

Arendt combate los hechizos del existencialismo sartreano y coloca esta “glorificación de la violencia” dentro de una antigua “tradición orgánica”. La violencia, dice la autora, no tiene que ver con la vida, sino con la política. La diferencia para ella es fundante: vida y política están separadas, son dos esferas opuestas. No hay nada nuevo en ello, Arendt continua la tradición clásica aristotélica según la cual la vida es la muerte de la política porque la política es la vida de la polis, y no la del individuo “biológico”.

Como liberal extrema Arendt separa a continuación poder y violencia. Para ella poder y violencia no son complementarios, o mejor dicho interrelacionados, como lo supone la tradición dialéctica e inclusive la liberal, si tomamos la definición de Weber de Estado, sino que son opuestos. El tercer concepto de esta “tradición orgánica” que impugna es el de progreso, concepto que ella resume en la frase que Marx tomara de Hegel en la cual la violencia es “la partera de la historia”.

Aunque la violencia es instrumental al poder, dice Arendt, su uso es expresión de la debilidad del poder. “Nadie” puede “construir poder a través de la violencia”, por el contrario, el uso de la violencia indica que se ha perdido el poder o que se está en curso de perderlo. Si la violencia puede destruir el poder, por ejemplo a través de la guerra, nunca el poder puede surgir de la violencia, su fundamento está en otro lado. Y para Arendt el fundamento de la política está en la virtud pública y la concordia civil, en esa república en la cual los hombres dotados de virtud civil debaten, confrontan, resuelven y establecen un orden común. Nunca queda claro si le preocupa que esa república incluya a todos, pero sí que incluya a "los mejores".

Hacia el final de su ensayo, luego de combatir a la “juventud radicalizada”, aclara sin embargo que el origen de los males era la creciente burocratización de la política que “frustra la capacidad de acción en el mundo moderno”. La violencia, hipotetiza, se debe al vaciamiento de la vida política, tanto en el Oeste como en Este, y esa pérdida del poder legítimo es lo que recrea la peligrosa tentación, en “gobernantes y gobernados”, de sustituir el poder por la violencia.

El libro culmina con una vivaz entrevista. Un joven académico alemán confronta a la filosofa por sus opiniones sobre los movimientos de liberación tercermundistas y los movimientos de protesta estudiantil. Arendt, sarcástica sentencia: “Por el momento, falta un prerrequisito esencial para una revolución incipiente: un grupo de auténticos revolucionarios”. Los estudiantes no lo son, dice la alemana, a diferencia de lo que por aquel momento planteaban sectores de la Nueva Izquierda e intelectuales como Marcuse. Ironiza que si los estudiantes vieran el poder tirado en la calle, no lo “tomarían”, no podrían captar la oportunidad revolucionaria, porque simplemente no son revolucionarios, no poseen un partido, ni una teoría, ni una estrategia de poder. En esta certeza, contradictoriamente, coincide con las opiniones del socialista Hal Draper en su libro La revuelta de Berkeley.

Y ¿cuáles son los cambios que ella percibe en la forma de gobierno? pregunta el joven alemán, y Arendt responde, los Consejos, no solo los Consejos de los obreros, sino los de los profesionales, los artesanos, los artistas, etc. Ella que vio surgir los Consejos en la revolución alemana de 1919 aun deposita sus esperanzan en sus posibilidades como vehículo del renacimiento de la política democrática. Eso sí, Consejos sin partido, ni Estado-Nación, que fueran el fundamento de un nuevo orden internacional ideal, ese orden político virtuoso que a la autora siempre se le está escapando de las manos.