Los tarahumaras 05 Ene 2018

Romanticismo y verdad de los viajes

Revista Ñ | Emilio Jurado Naón

Cinco títulos recientes -de Maiacovski, Holmberg, Artaud y Morábito- permiten pasearse en el tiempo por los Estados Unidos, Misiones, México y Berlín. De lo anecdótico y lo aventurero a lo científico y lo político.

 

Hay una imagen al comienzo de El corazón de las tinieblas que siempre me obsesionó. Es una imagen, casualmente, de obsesión: el capitán Marlow, protagonista de muchos relatos de Joseph Conrad, recuerda una infancia inclinada sobre los mapas, en una época en que los espacios mudos de Occidente acicateaban el ansia del viajero y la imaginación narrativa. “Pero había un espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía verdadera pasión”, recuerda. “Había en él especialmente un río, un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa, como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio”. Los trazos tenebrosos que penetran la cartografía aún en tinieblas anticipan el viaje y anuncian el relato que, como sabemos, culminará en Kurtz y su inolvidable grito en el corazón de la oscuridad: “¡El horror! ¡El horror!”. La aventura era un plato que, podríamos decir, se servía en bandeja en blanco.

Unos veinte años después, Vladimir Maiakovski anota en Mi descubrimiento de América: “Para mí, el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros. El viaje emociona al lector de hoy. En lugar de historias ficticias, supuestamente curiosas, sobre imágenes, metáforas y temas aburridos, surgen experiencias interesantes en sí mismas”. Claro que las “experiencias en sí” del poeta soviético se convierten en “experiencias para sí” y hacen estallar con trazos de rieles, cemento y faroles el paisaje de Nueva York, ciudad soñada para una pluma futurista: “Te vistes con luz eléctrica, las calles están iluminadas con luz eléctrica, los edificios brillan con luz eléctrica, mostrando las ventanas recortadas con regularidad, como si fueran ranuras de un esténcil para carteles publicitarios. Los edificios desmedidamente altos y las luces de tránsito parpadeantes, de colores, se duplican, se triplican y se multiplican en la superficie del asfalto, relamido por la lluvia hasta parecer un espejo”.

A tal punto los avances técnicos superan a los europeos que, reflexiona Maiakovski, el deber de los “trabajadores del arte” en Estados Unidos ya no sería celebrar la tecnología sino “domarla en nombre de los intereses de la humanidad”. Su viaje no es uno de turismo desinteresado, más bien asume el carácter de un informe oficial cuyo propósito es “estudiar las debilidades y fortalezas de Estados Unidos en vistas de una lucha lejana”. Menuda misión... pero la mirada de Vladimir se revela bien afilada para la tarea: recorta situaciones y perfiles de gente común sobre el fondo de amplias panorámicas urbanas, siempre con especial atención al conflicto de clases que desborda en cada uno de los objetos de su escritura. La minucia de su observación es tal que lo lleva a clasificar el almuerzo de los trabajadores neoyorquinos (duración y calidad de la comida) en cinco tipos, según su ingreso semanal, y muestra cómo el lugar común de la adoración al dólar deja marca en el modo de hablar de los estadounidenses (“Parecés de dos centavos”, dirán si te ven mala cara). En una prosa rápida, a veces telegráfica, Maiakovski equilibra la agudeza de una percepción social con la producción de imágenes poéticamente efectivas: “Los negros, calentados por las hogueras de Texas, son una pólvora lo suficientemente seca para las explosiones revolucionarias”.

No resulta fácil encontrar esta clase de alianza entre lírica y verdad; una que potencia los objetivos a mediano plazo tanto del informe político como de la prosa futurista y la narración de una experiencia del viaje. Sin embargo, saltando algunas distancias, Eduardo L. Holmberg puso en tensión estos discursos de aparente antagonismo en su Viaje a Misiones (1889). Médico y autor de raros cuentos de “fantasía científica” que publicaba en Caras y Caretas, Holmberg fue enviado por la Academia Nacional de Ciencias a cubrir flora, fauna y geografía de lo que, a partir de 1881, se llamó Territorio Nacional de Misiones. Viaje inserto en el contexto de construcción de una ciencia nacional: en relevo de los naturalistas europeos de mediados de siglo XIX, una nueva generación de doctos argentinos fueron desarrollando desde 1880 una textualidad científica sobre los territorios federalizados del Litoral y la Patagonia. En el trance de constituir un Estado nacional, el discurso de la ciencia aparece como la tercera avanzada institucional después de la militar sobre los pueblos originarios y la económica, que supuso repartija de tierras entre amigos y familiares (como lo manifiesta la visita al productivo ingenio de Rudecindo Roca, gobernador del flamante Territorio).

Pero el relato de Holmberg –redactado durante sus recreos del laboratorio a partir de las notas que tomó siete años antes– no es un típico informe naturalista. Si bien la crónica del viaje intenta mantener firmes las premisas de practicidad y verdad científica, se van colando algunas “derivas” literarias. La practicidad de la relación responde a la voluntad de Holmberg por que la lectura de su Viaje sea accesible a toda clase de lector. Aunque no siempre pueda “esquivar los tecnicismos” (que se reproducen sin descanso y llenan las páginas de plantas e insectos encriptados en latín), el viajero brinda a los amigos una recomendación de lectura pragmática: “si se trata de una cosa que vuela, imagínate que es una mariposa o lo que quieras; y si no vuela, piensa que es una araña o un ratón y sigue”. Así, Holmberg queda conforme en su adecuación a la realidad de Misiones y, al mismo tiempo, abre su libro hacia otras lecturas.

Cuando uno está a punto de atragantarse con la enumeración de especies y familias zoológicas, muchas veces ampliadas en trabalenguas notas al pie, acuden al rescate la semblanza de algún personaje curioso, como el incansable pescador Solari (dueño de una cabeza “que expresaría sus ideas en Dentudo, en Dorado o en Salmón, si estos peces tuvieran un lenguaje hablado”), escenas intensas que reproducen el ánimo viajero (como la pormenorizada navegación río arriba atascada de camalotes a cada curva en donde la prosa se constipa y enlentece, mimetizándose con la velocidad del barco), bucólicas descripciones de un hábitat que va encantando cada vez más al viajero, y reflexiones a cada fin de capítulo sobre la pertinencia de su propia escritura. Irónico, Holmberg se queda siempre con la suya: se amonesta y a la vez se da permiso, ya que “un libro de viaje no debe llenarse con médula lírica; pero, si alguno me acusa de adoptar lo que vitupero, le suplico elimine del mío lo que halle de tal carácter y que, juzgando el resto sin pasión ni preconceptos piense que, sea cual fuere la forma gráfica de mi tarea, reina en toda ella el más profundo respeto por la verdad. La posición de un adjetivo no arguye en contra”. Un positivismo jocoso para la época, antisolemne y consciente de la pluralidad de discursos que invaden a un texto.

Informe político, informe científico, la escritura de viajes sostiene un propósito no-literario en estos libros. Los tarahumaras de Antonin Artaud funciona como paradigma recargado de este motivo. Viaje dentro de un viaje: el poeta francés, harto del vacío de una sociedad decadente, corre a las Sierras de México, en donde viven los sacerdotes que lo pueden guiar, vía ingestión del peyote, en su camino de reconexión espiritual. “El espíritu del hombre está harto de Dios, porque es malo y está enfermo, y somos nosotros los que tenemos que devolverle el hambre de Dios”, lo instruye un hombre que ha participado varias veces del rito del Ciguri. “Y si quieres trabajar con nosotros, tal vez con ayuda de esa Buena Voluntad de un hombre venido del otro lado del mar y que no es de nuestra raza, conseguiremos romper una resistencia más”. Los artículos y cartas que Artaud escribe a partir de 1936 son de una prosa apretada y seria, sufriente. Su texto habla como hablan los sacerdotes del peyote: una filosofía oracular que, aunque enrevesada, hace sentido siempre. Y que refiere, siempre, a otra cosa; al igual que las piedras en las serranías que reproducen formas humanas en guerra y bajo tortura. Las crónicas de viaje de Artaud, busquen lo que busquen, terminan encontrando una forma poética casi sin quererlo y entran en la danza del Ciguri, borroneando con los pies las fronteras entre discursos (esas que separan relato objetivo de los hechos, imaginación poética y pensamiento filosófico).

Una alquimia similar de los géneros propone Fabio Morábito –recién entrado el siglo XXI– en También Berlín se olvida. De México a Berlín (ya que, aunque italiano, Morábito vive en el D.F.), su viaje se puede leer como vuelta al viejo mundo y reverso del de Artaud. La experiencia de viaje por la capital alemana se subordina a la creación literaria; las vistas de Berlín, su diagrama urbano post caída del Muro, los hábitos sociales de alemanes y turcos, los particulares kleingärten (parcelas de verde insertas en la ciudad a donde los berlineses acampan breves vacaciones) y situaciones anecdóticas como un choque de autos en la noche cumplen la función de combustible para la ficción. De esta manera, una historización de las etapas de construcción del Muro de Berlín se transforma en un relato sobre una división de la ciudadanía entre los que escriben con y sin signos de puntuación; o bien, la descripción de los colectivos dobles y sus codiciados asientos del ventanal delantero deviene en fantasía paranoide de persecución policíaca.

Cercano a Las ciudades invisibles de Italo Calvino, Berlín se disuelve en el imaginario de una ciudad fabulada. La frontera entre ficción y crónica (siempre en tensión) se juega en También Berlín se olvida, aunque por momentos se haga preeminente la intención de “literarizar” y las experiencias del viajero no valgan tanto “en sí”, como quería Maiakovski, sino más como materia prima de la escritura. “Quien escribe avanza por una delgada línea entre cientos de equivocaciones posibles y caminar a esa hora por la ciudad dormida era como abrir un surco, dejar que se evaporara el resto del ayer que había en mí y estirar el papel para las palabras del hoy que comenzaba”; así Morábito transforma su tránsito periódico por las calles de Berlín en una metáfora del ejercicio profesional. Distinto a lo que enunciaba el poeta futurista, en el libro de Morábito el “contacto con aquello que respira” no sustituye la literatura; más bien, la produce y se superpone a ella.

De Conrad a Morábito se da una vuelta completa que va de la ficción de viajes, pasa por la crónica y vuelve a la ficción pero desde otro lado. ¿Qué alienta el viaje en el siglo XXI? ¿Explorar el espacio en blanco, encontrar excusas para escribir? Pasear la vista por propósitos varios como política, ciencia y espiritualidad, mientras tanto, abre el juego a alicientes diversos de la escritura.

Mi descubrimiento de América, Vladimir Maiacovski. Trad. Olga Korobenko. Entropía, 170 págs.

Viaje a Misiones, Eduardo L. Holmberg. Eduner, 384 págs.

Los tarahumaras, Antonin Artaud. Trad. Ariel Dilon. El Cuenco de Plata, 128 págs.

También Berlín se olvida, Fabio Morábito. Gog & Magog, 96 págs.