Morir por pensar 05 Jul 2015
Ideas | La Nación | Edgardo Scott
Sobre Morir por pensar, de Pascal Quignard.
¿Por qué Morir por pensar? ¿Por qué Último reino, como denomina Pascal Quignard (Francia, 1948) a la summa literaria que ha desplegado en tantos libros, del cual éste es el noveno episodio? No habría que leer "morir por pensar" como una consecuencia ni tampoco como una causa: inmolarse en o por el pensamiento. Hay un exceso de determinismo, un énfasis en la traducción del francés mourir de penser (de ese por a cambio de un de), que podrían anticipar una lectura poco sutil que el texto rechaza. Porque lo que hay en ese por es apenas una cuerda frágil y necesaria; un puente colgante entre el pensamiento y la muerte.
En toda la serie Último reino, Quignard encuentra una sacralidad pagana y una herencia, a la vez vasta y antigua, donde se pueden distribuir las diferentes rémoras de su escritura. En este volumen, esa aldea dentro del reino es el pensamiento: "El movimiento de pensar es un desarreglo que comienza con el padecimiento del alma y donde el reacomodamiento que súbitamente lo cierra se torna euforia". La expresión "movimiento de pensar" no es un giro; para Pascal Quignard el pensamiento, pensar, es un movimiento. Una operación, un salto al fin poético donde confluyen el desapego y la audacia.
Hay una escena que parece inspirar el libro además de ser su mejor imagen: el rey de los frisios, Rachord, en el año 700 elige convertirse al cristianismo. Para eso debe bautizarse. Pero cuando ya está desnudo y con un pie en la fuente bautismal, pregunta al sacerdote: "Pero, ¿dónde están los míos?" (los míos son los mayores, sus muertos). De golpe, Rachord se arrepiente, retrocede: "Es más santo seguir a la mayoría que a la minoría". Sin embargo, nadie lo sigue y muere al cuarto día, con la boca negra. Ésa es la fábula que Quignard perseguirá a lo largo del libro. Sin moraleja, pero con una fuerte intuición: "La experiencia individual, el otium, la búsqueda intrépida, el arte, el estudio, el éxtasis, todo lo que aparta de la familia, todo lo que emancipa del grupo, todo lo que libera de la lengua hablada, está maldito".
De un lado, la muerte; del otro, el nacimiento: tal es el arco reflexivo que para Quignard debe tensar el pensamiento. "El nacimiento extrauterino de los vivíparos predetermina el pensamiento", anota. Como cualquier escritor, el francés adora sus fetiches. Y no sin ligero impulso moderno, darwiniano y freudiano, pretende encontrar en la matriz orgánica una sugestión del lenguaje. Pero Quignard debe menos a la tradición racionalista gala que a los presocráticos, a Nietzsche, a Georges Bataille, incluso a los poetas beatnik.
Ya sea recurriendo a la historia de las ideas, a la filología o al profuso anecdotario filosófico (de Platón a Tomás de Aquino, de Apuleyo a Descartes), Quignard fija su rumbo en el pensamiento como destino. "Prefiero no pensar y pertenecer", había dicho el rey Rachord, mientras sacaba el pie del agua novedosa e incierta. El autor concluye: "La moral es aquello que procura complacer a los difuntos".
¿Pero cuál es el lugar de los vivos, qué lugar les queda si no el refugio helado del pensamiento? En tiempos donde la palabra y la figura de pensador con suerte se asocian a Stephen Hawking si no a algún itinerante gurú del marketing, Quignard le devuelve su embrujo, su oscura tradición; el pensador debe travestirse de mendigo, de loco, de sabio. Nunca de poderoso. El poder nubla, embrutece. El pensamiento debe huir sin miedo de cualquier mecenazgo. Nadie dice que sea fácil. "De modo que aquel que piensa está en el paraíso. De eso no hay duda alguna. Pero en el paraíso está completamente solo, desnudo, sin muertos, temblando, con los dos pies mojados".
Habría que disponer un estante de la biblioteca para todo el Último reino de Pascal Quignard y dejarlo cerca de Swedenborg, De Quincey, de Robert Graves y, sobre todo, de las no agotadas proyecciones de Giorgio Agamben o Jacques Derrida. Hojear y paladear cada tanto alguno de sus trances. Y al escoger Morir por pensar recordar que el pensamiento, como la belleza de un verso, conserva la transitoria libertad de lo efímero.