Las palabras 06 Mar 2016

Un mundo de sensaciones renovadas

Ideas | La Nación | Débora Vázquez

Sobre Las palabras, de Clarice Lispector

 

uando no sufría de insomnio Clarice Lispector tenía, como todos, sueños que a veces se convertían en pesadillas. Hubo una que la dejó particularmente alterada, tanto que al despertar rompió un vaso. En ella imaginaba que al volver a Brasil, después de un largo viaje, personas desconocidas habían escrito cosas que firmaban con su nombre -una variante del plagio, no menos deshonesta, o acaso su reverso- sin que ella lograra en ningún momento desmentirlas.

Las palabras no es estrictamente un libro de Clarice Lispector (Tchechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977), pese a que lleve su rúbrica. Se trata de una selección de fragmentos de novelas, cuentos, crónicas y cartas de la autora, apenas intervenidos por Roberto Corrêa dos Santos. Vale aclarar que este último, el compilador, prefiere llamarse "curador" y considera el libro una exposición de arte, un recorrido sin principio, medio ni fin en el que los escritos de cuando Clarice tenía diecinueve años (como la temprana novela Cerca del corazón salvaje) conviven fraternalmente con sus textos póstumos ( Un soplo de vida).

La falta de orden cronológico no distrae porque la autora siempre ha sido igual a sí misma. El libro puede abrirse en cualquier parte y no defrauda. El criterio de organización de Corrêa dos Santos tuvo claramente que ver con su intuición, pero él, en sintonía con las supersticiones de Lispector, prefiere atribuírselo a "las sabidurías del olfato-animal".

Transitar Las palabras es como anotarse en un curso intensivo, excesivo. Una suerte de Aleph carioca. Todo Lispector enfrascado en párrafos breves y oraciones sueltas, donde el aforismo es rey. Hay algo que está por estallar en cada una de las frases que escribe la autora de La hora de la estrella. Como si respirara más aire del que pudiera exhalar, una "lujuria de vivir" que se vuelca hacia afuera de sus palabras, desprejuiciadamente libre.

 

Sin ánimo de desmerecer al compilador, es importante señalar que la intensidad de Las palabras no es un efecto ficticio provocado por un particular recorte de la obra, sino la impronta característica de Lispector. No sería descabellado asegurar que cualquier otra selección hubiera generado una idéntica potencia.

En los textos de Lispector hay una constante dualidad que no se percibe como guerra sino como nostalgia. Desde lo humano se extraña lo animal; desde lo físico, lo metafísico; desde la mujer, a la niña; desde la escritura, la existencia, y todo esto puede ocurrir también a la inversa. "Lo he vivido todo, menos la vida", asegura Lispector en su hambre de inmortalidad.

Consciente de la enajenación que provoca lo social ("Vi demasiada gente, hablé demasiado, dije mentiras, fui muy gentil. La que se está divirtiendo es una mujer que no conozco"), Lispector regresa a la intimidad como a un templo para reencontrar la respiración propia y la de su prosa, una escritura "muy simple y muy desnuda" con la que intenta librarse de la carga de ser ella misma. "Lo que estorba al escribir es tener que usar palabras", dice, con la voluntad de no traicionar su instinto, de respetar su deliberado hermetismo, su intención de escribir un libro como amuleto contra los profanos, "un libro tan cerrado que sólo dejará entrar a algunos".

 Las palabras es tan recomendable para lectores neófitos como para los admiradores de Lispector de la primera hora, porque atreverse a descubrir o redescubrir el mundo nunca está de más. Sólo hace falta confiar en la primitiva inteligencia de los sentidos, ser capaz de asombrarse ante el ruido seco y breve que hace un fósforo al encenderse, o poder apiadarse de la solitaria eternidad de una caja de plata vacía. Porque es ahí, en esa línea invisible que une lo genial con lo trivial, donde se oculta el secreto de la fuerza de Lispector. Esa energía que a veces hace creer que aprendimos algo, aunque no podamos explicar bien de qué se trata.