Véra Baxter - El Square - Aguas y Bosques 02 Feb 2017

Lo desconocido es la escritura

Revista Ñ | Ariel Dilon

Duras. Nueva edición de su novela La vida tranquila, en traducción de Alejandra Pizarnik, y de piezas teatrales.

 

Salieron de imprenta apenas con un mes de diferencia, pero más de cuatro décadas separan sus respectivos pasajes a nuestra lengua: son dos libros esenciales de Marguerite Duras, traducidos por dos poetas argentinos de generaciones diferentes. Por un lado, se aumenta en un volumen –Véra Baxter. El Square. Aguas y Bosques– un territorio de Duras que no ha cesado de expandirse desde 2004, siempre en excelentes versiones de Silvio Mattoni. El otro es un doble rescate: se trata de La vida tranquila, segunda novela de Duras, publicada en 1944, a los 30 años, luego de La impudicia (1943), y el lector desprevenido se emocionará al leer, debajo del título impreso en la cubierta del libro, el nombre de la traductora: Alejandra Pizarnik.

Ciertamente, desde 1967, en los años finales de su vida (que hacen espejo a los cuatro que pasó en París, de 1960 a 1964), Pizarnik tradujo textos de autores tan vitales y diversos como Artaud, Hölderlin, Bonnefoy, Leiris, Michaux, Césaire, Pieyre de Mandiargues y la dupla Breton-Eluard de La inmaculada concepción. Este último libro ostenta, junto con el de Duras –originalmente publicado por el Centro Editor de América Latina–, el más tardío, el más extremo pie de imprenta: 1972 es el año del suicidio de Pizarnik.

Uno se pregunta qué impacto tuvieron sobre ella la furia y la belleza de un libro que se inicia con un crimen dentro del seno de una familia de pequeños propietarios rurales –su clímax se encuentra ya en las primeras páginas– y que jalonan el suicidio, el abandono y la muerte, como si la vida no pudiera ser sino la serie de ecos fatales de una configuración tanática e incestuosa primordial.

Si en las primeras páginas de La vida tranquila uno vacila en reconocer la música de Duras, ¿es porque ella misma todavía no la había encontrado? ¿Es porque la traductora aún tantea en su busca (y se busca ella misma, por añadidura)? Muchos años después de escribirla, Duras diría de esta novela –en Escribir– que al releerla le pareció magnífica. El trabajo de poeta –de Duras, de Pizarnik– cobra vuelo a medida que la novela progresa, particularmente en pasajes donde uno imagina que la traducción debió de conllevar arrebatos de goce. Pues hay, en la soledad radical de este libro, espacio para la lucidez y la sensualidad, para un lirismo entre erótico y trágico, y hasta para esperanzarse con una emancipación redentora. La joven protagonista, Françou Veyrenattes, despliega su introspección en primera persona un poco a la Molly Bloom, en un monólogo que no obstante no se pretende interior.

¿Es posible que Pizarnik pasara sin comentario un hecho estético y emocional como el de traducir la escritura intensa de Duras? Sus Diarios arrancan en 1954 y se detienen el 4 de diciembre de 1971, sin que se haga mención al asunto siquiera como noticia o peripecia laboral. Ya ese año había hecho un intento de suicidio y la primera de sus internaciones, en el hospital Pirovano.

¿Significa eso que ella dio los últimos retoques a la traducción de La vida tranquila pocos meses antes de acabar con la suya, y ya en el silencio de su escritura íntima? ¿Durante cuánto tiempo, en qué ámbito, coincidiendo con qué altibajos de su desasosiego, a pedido de o luego de convencer a quién mediante qué argumentos, en qué especie de trance o pesadilla, con cuán arduo trabajo o cuánta “felicidad”, esa enorme poeta argentina del siglo XX produjo, al borde de su eclipsamiento, esta versión de uno de los libros inaugurales de la gran escritora francesa, que le llevaba veintidós años y la sobreviviría otros veinticuatro? A esta pregunta demasiado larga, respuesta concisa y provisoria: no se sabe.

Tampoco parece saber gran cosa, a juzgar por la contratapa, el editor de Mardulce, Damián Tabarovsky, como ni siquiera se plantea la cuestión, cuarenta y cuatro años antes, Luis Gregorich, entonces editor de CEAL: aquella contratapa simplemente expone el estado de recepción de Duras de aquel momento –una escritora en vías de descubrimiento, muy lejos de la futura autora, mundialmente famosa, del premio Goncourt de 1984, El amante– y, por omisión, el estatus de Pizarnik. Si no ofrece el nombre de la traductora en lugar visible, es porque se estilaba incluso menos que ahora. Por lo demás, el nombre de Alejandra era entonces “sólo un nombre”, sin el valor agregado de hoy.

Baxter Véra Baxter

Los tres textos reunidos en el volumen de El Cuenco de Plata pertenecen a los años 60 y 70 y son piezas “sociales” cada una a su manera. El square (anglicismo en francés por una pequeña plaza enrejada y enjardinada como las que abundan en Londres y no faltan en París) es acaso la más clásica de las que se deban a la pluma de Duras.

Casi ingenua en su forma y (falsamente) llana en las pequeñas ilusiones y resignaciones que dos desconocidos –una sirvienta y un viajante de comercio– se revelan en el curso de una conversación casual en la placita del título, no en vano entró, en 1985, en el repertorio de la Comédie Française. Pero los dos personajes analizan, con trabajosa lucidez, los propios destinos bajo un sesgo que recuerda el concepto de “habitus” en la teoría sociológica de Pierre Bourdieu: lo ineluctable de los condicionamientos sociales. La obra de teatro, de 1965, es reescritura de la novela El square, que la precede en una década y que Seix Barral publicó en el 68. Aguas y Bosques es una pequeña farsa con dos mujeres, un hombre y un perro, de un humor ácido y destemplado, algo beckettiano, en un escenario despojado y casi abstracto: “Borde de vereda que desemboca en una senda peatonal”, donde los tres humanos, cuyas personalidades tienen algo de inasible y de mutante, se relacionan a partir del gesto arbitrario y tajante de una mordida.

Si las tres piezas son presentadas bajo la rúbrica común de “teatro”, hay que decir que Véra Baxter, por teatral que pueda resultar, es el guión de un film, pero que se lee más bien como su glosa o su storyboard poético. Duras viola toda frontera entre guión, obra de teatro y novela. Nos susurra al oído la película que proyecta en su cabeza y que querría ver filmada: es su voz la que nos la cuenta a medida que la sueña o –para devolver a esa palabra todo su valor– la imagina. Lo que hay que saber sobre Véra Baxter la misma autora lo dice: “Una mujer infernal, presa de su fidelidad... Antes del film, es una inválida, si se quiere, del amor. Con el film se produce un accidente en Véra Baxter. Es el del deseo... El adulterio pagado de Véra Baxter debía rentabilizar el deseo de la pareja. Pero el resultado esperado no se produjo... Creo que ella quiere matarse porque es simplemente posible que ya no ame al mismo hombre durante toda su vida. En eso consiste probablemente el arcaísmo de Véra Baxter. La mujer de los bosques de la Edad Media, como hay millones en el mundo, abandonadas en nuestra época”. Duras dirigió la película en 1976, pero la consideraba fallida: “Si alguna vez la historia fuera retomada, ya sea en el teatro, ya sea en el cine, sería esta versión la que debería conservarse y no la del film”.

Dos mujeres, dos caminos

Una década antes de traducir a Marguerite Duras y de ir hacia la muerte, Alejandra Pizarnik había anotado, el 25 de agosto de 1962, en el curso de una breve estadía en Saint-Tropez: “Otra cosa que me dolió fue encontrarme ayer con Marguerite Duras, feliz con sus cuatro baños diarios en el mar, hablándome de sus amigos, de su hijo, de su perro, de comida, de autos sport, y todo comentado sin angustia, sin frases definitivas, sin literatura, como lo hace alguien que pertenece a este mundo y participa plenamente de él. Y yo siempre tan lejana, tan al borde del abismo, sintiendo un dolor agudo cuando me baño en el mar, sufriendo bajo los rayos del sol, queriendo morir de tristeza cuando juego con los niños de X., sintiendo con todas mis fuerzas que no puedo vivir, que estoy tensa y deshecha, un despojo humano, una depresiva ni siquiera maníaca pero inapta para todo”.

Compárese esta experiencia del borde (del mar, del abismo) con el pasaje de La vida tranquila donde el personaje de Françou se integra a su propia percepción del océano y en cierto modo renace (ver fragmento). Pero es la propia Pizarnik la que se “compara”. Esa entrada de sus Diarios da cuenta de dos formas de gestión del mundo. Ella habría podido ser un personaje de Duras, a condición de despojarse de su genio, la “piedra de locura” que habría querido extirparse. Los personajes de Duras no tienen ni por asomo ese recurso supremo que sin embargo no salvó a Alejandra: la conversión del dolor en poesía. Duras, en cambio, jamás fue un personaje de su propia obra.

A diferencia de Alejandra, Marguerite entregó a sus criaturas la vida que ella habría estado como destinada a vivir, y que asumían vicariamente mientras ella jugaba el juego de pertenecer al mundo, construyéndose, allí afuera, otra clase de personaje: larga mascarada que –con todo y a pesar de su alcoholismo– le otorgaría la distancia justa para salvarse de la locura: “Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario”.

De libro en libro y de versión en versión, los mismos temas, la misma perplejidad: Marguerite Duras se reescribe incesantemente y por todos los medios. Reescribió El amante en El amante de la China del Norte, en cierto modo contra la película El amante, y contra su éxito, y contra su propia celebridad repentina y adocenada. Su escritura es siempre una tentativa de reverberación de un espacio que precede a la escritura y que es del orden de lo informe, del caos. Acaso por eso su respiración parece ir siempre hacia el silencio.

Como lo sugiere en Escribir: “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada”.