Sordidísimos 21 Jun 2017

Los restos que deja el deseo

La Voz de Interior | Javier Mattio

El escritor francés Pascal Quignard rastrea las acepciones de lo sórdido y así suma otro eslabón a su monumental obra "Último Reino".

 

Quinta entrega de la monumental serie Último reino (de la que El Cuenco de Plata ya publicó una decena de títulos), Sordidísimos ilumina con su antorcha de catacumba aquello anclado en el extremo opuesto del deseo: las manchas, excrecencias y objetos perdidos signados por la repugnancia que sucede a la atracción. Pascal Quignard (1948, Verneuil-sur-Avre, Francia) se dedica a escarbar de manera elíptica en sus textos el sentido de acepciones, citas y anécdotas antiguas (latinas en su mayoría) para levantar un gran friso fragmentario que hace de espejo opaco de lo contemporáneo, una obra que –con la música como faro– cultiva la memoria del tiempo, el silencio, los libros, las sombras, lo anterior (la noche, la infancia) al brillante y falsamente total presente.

Lo “sórdido” es un eslabón más de esa cadena de iluminaciones en negativo, y así Sordidísimos señala cómo el término remite en sus variantes histórico-lingüísticas a lo repugnante, a lo indigno, a lo ordinario, a las cosas viles, a las ropas de duelo romanas, al lienzo de la pintura. Lo sórdido es el velo que conecta con el tiempo anterior al tiempo, con lo silenciado, lo desnudo, lo divino, el objeto perdido en la sombra.

Quignard vuelve una y otra vez al “objeto en minúscula” lacaniano para apuntar cómo lo sórdido nace de la angustia que sigue al gozo genital, cuando el objeto amado desaparece y el sexo erecto se distiende. Ese resto, ese dejo –como el que dibuja el mar en la arena al retroceder, el esperma residual que no sirvió a la concepción (la macula), las esquirlas oníricas al despertar, las huellas luminosas de los muertos, la hostia cristiana que condensa lo ausente, el molde del espacio vacío dejado por las carnes de los habitantes de Herculanum después de morir asfixiados– designan un más allá imposible, una “manifiesta sensación de añoranza para la cual ya no hay motivos”.

Ese hueco innombrable asoma su espectro en curiosidades enciclopédicas como los 10 días evaporados (del 4 al 15 de octubre de 1582) al instaurarse el calendario gregoriano o la página arrancada del diario de Montaigne del 24 de agosto de 1572.

En un orden más poético pero no menos erudito, “sordidísimas” son las hojas secas adheridas por el frío a las que Anne Brontë llamaba “reliquias heladas del otoño”. Quignard agrega: “Sombreros de paja, fardos, parvas de heno, canastas viejas”. Para Chuang Tse el tao es “una hormiga, una brizna de hierba, una baldosa, un sorete”. Marco Aurelio escribió: “Así como ves el baño en el que te purificas: aceite, sudor, viscosidad, agua turbia, asquerosidades, así se ven todas las partes de la vida”.

Sordidísimos borra la distinción entre lo sagrado y lo sucio, entre lo prohibido, lo mugriento, lo sustraído a la vista y lo desechado. Lo sórdido es “la parte maldita” de Bataille, la junk (chatarra) estadounidense así como el origen, que Quignard rastrea de forma obsesiva, melancólica y prolífica: “Una imagen que falta, algo invisible, algo inobservable, algo fuera de campo, un margen, un punto ciego, algo fuera de la vista”. Esa concavidad es, por extensión, el Último Reino: “Donde se perdió lo perdido, allí está situado el último reino”, se lee en el inaugural Las sombras errantes. Los libros, frontera entre oralidad y mutismo, son los puentes a ese reino.