La manzana en lo oscuro 03 Oct 2012

Clarice Lispector, hechicera de la prosa

La Nación | Silvia Hopenhayn

 

Así como Silvina Ocampo fue en la Argentina una de las escritoras del siglo XX con mayor plasticidad para el lenguaje, con un don privilegiado para desentrañar lo más sensible y corrupto de la condición humana, la escritora brasileña Clarice Lispector alcanzó profundidades únicas a través del sondeo de la palabra. Sus libros producen fascinación. Lo maravilloso es la lengua que ella inventa cuando escribe; parece hundirse en la membrana del mundo. Por eso, su forma de "contar la vida" es escalofriante, como si conociera la fórmula del silencio o las profundidades del dolor.

Lispector escribió muchos cuentos, novelas y crónicas –estas últimas publicadas con el título Descubrimientos–, y en cualquiera de los géneros es como si hubiera tejido verdaderas tramas que enlazan el alma. Bajo ese efecto estuve leyendo la novela La manzana de lo oscuro, recién publicada por El cuenco de plata, en excelente traducción de las poetas argentinas Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Se trata de una aventura existencial provocadora. Siempre desde lo primitivo o aparentemente precario. Veamos. ¿Qué provoca un personaje como Martim, dado a la desidia? Es muy simple, aunque no por eso fácil: dan ganas de saber qué lo mueve. Ni siquiera estamos hablando de motivación sino de puro movimiento. Qué mueve a Vitória, una mujer con poder, y sin libertad verdadera; o a Ermelinda, su prima, que cuando le preguntan por lo que piensa, omite todo lo malo que se imagina sobre aquello que piensa. "Ermelinda se presentaba de improviso, inocente y asombrada. Cualquier contacto directo era imposible. No dejaba de sorprender que, si Ermelinda pensara en el inexplicable odio que sentía por los pájaros y le preguntaran en qué estaba pensando, sólo respondería que estaba pensando en pájaros."

La historia transcurre –en un clima similar a algunos cuentos de la magnífica escritora norteamericana Flannery O’ Connor– en la oscuridad del campo, donde irrumpe el misterioso y fugitivo Martim, que "se mueve" para olvidar. Un crimen se lo impide. El personaje parece condenado a escapar, al mismo tiempo que se deja llevar por las circunstancias y las mujeres, que a veces es lo mismo.

Pero más allá de la trama, de por sí misteriosa y densa, lo que conmueve es el lenguaje, esa capacidad de Lispector –comparada con James Joyce y Virginia Woolf– para nombrar sentimientos recónditos o sensaciones inmediatas que escapan a la palabra. Como cuando Martim siente que "sus pies tenían la milenaria desconfianza de pisar algo que se moviera –los pies palpaban la blandura sospechosa de aquello que aprovecha la oscuridad para existir–. Por los pies entró en contacto con ese modo de ceder y dejarse moldear que es por donde se entra en lo peor de la noche: su consentimiento. No sabía dónde pisaba, aunque a través de los zapatos, que se habían transformado en un medio de comunicación, podía sentir la incertidumbre de la tierra".

Así como una reciente antología de nueva narrativa brasileña se tituló Terriblemente felices, la novela de Lispector resulta terriblemente bella.