Viaje al corazón del día | Lazos de familia | Agua viva | La pasión según G. H. 03 Oct 2010

Las formas de narrar lo indecible

Perfil | María Eugenia Villalonga

Nacida en Ucrania en 1920 y fallecida en Río de Janeiro en 1977, vivió casi toda su vida en Brasil y se convirtió en la escritora más importante del siglo XX de aquel país. Desde hace pocos años su obra viene siendo reeditada incesantemente en la Argentina. Ahora acaban de aparecer las novelas “Agua viva”, “La pasión según G.H.”, “La araña” y “La hora de la estrella”. A las que en breve se agregarán los libros “Un soplo de vida”, “Viaje al corazón del día” y los cuentos de “Lazos de familia”.

 

En 1946, en los comienzos de su carrera literaria, cuando Clarice Lispector publica su segunda novela, La araña, habían pasado cinco años del suicidio de Virginia Wolf, escritora de la que pareciera contemporánea, por el modo en que transgredieron ambas los principios de la narrativa, desdibujaron las fronteras entre los géneros y generaron una ruptura en la percepción de la realidad desde una concepción de vanguardia. La literatura era para ellas sinónimo de la propia percepción y el lenguaje, el modo de transportarse al interior del objeto para coincidir con lo que él es.

Siguiendo la línea de las novelas que felizmente están siendo reeditadas en estos meses: La araña, de 1946; La pasión según G.H., de 1964; Agua viva, de 1973 y La hora de la estrella, de 1977, podríamos trazar un recorrido a través de este corpus donde el primer texto y el último (La araña y La hora de la estrella) formarían un continuo y La pasión según G.H. y Agua viva otro, en el que define su arte poética. En el centro y pivoteando entre ellos, podríamos ubicar a Un aprendizaje o el libro de los placeres, cuya esperada reedición llegaría a fin de año.

Tanto La araña como La hora de la estrella ponen en escena un tipo de personaje inusual en su literatura: muchachas delgadas hasta la desnutrición, campesinas, sucias e iletradas, una “ella” en estado de precariedad y abandono. De Virginia, la protagonista de La araña, se dice que “vivía a la orilla de las cosas”. Pensar era, para ella, sinónimo de ver (“pensaba en un solo trazo fugaz”) y componía figuras con barro desde una mirada que liga el cuerpo a la materia. Crear y existir eran su ser en el mundo. La edad adulta y la experiencia de la ciudad no modificarán su manera de situarse frente a la realidad, enunciada en forma sesgada en las cartas que le envía a su hermano, que “aunque contasen la realidad, ella no la entreveía en los momentos en que la sufría”. Su forma de estar en el mundo la “hacía sentir que vivía en una naturaleza muerta”. Los hechos sólo le daban la idea de repetición de lo que sucedía, y su explicación sólo le llegaba a través de los sentidos, como si “el pensamiento de las cosas saliera de las cosas como el perfume de la flor”.

Las analogías y las exquisitas metáforas que Lispector compone, como el extrañamiento del lenguaje forzando la gramática a que exprese lo que ningún sistema de signos puede abarcar, la complejidad de lo real, están al servicio de una teoría de la percepción que desarrolla a lo largo de su obra y que tiene más de un vínculo con la filosofía de Henri Bergson, según la cual la intuición, la memoria y la percepción son los tres ejes sobre los que se sostiene la cognición.

Para Virginia/Clarice, la verdad es lo fugaz que sólo se llega a captar “entrecerrando los ojos” y la memoria, la propia duración, el material para inventar hechos más reales que la cosa rememorada. Los hechos del presente, lo que vivía, se iban agregando a su infancia, resignificándola.

Pasado y presente. Para Bergson el presente no es, sino que actúa. Es el pasado, que ha dejado de actuar, el que es la sustancia de lo real, la verdad. Sólo mediante la intuición (ese “entrecerrar los ojos”) podemos salir de nuestra propia duración –lo que conserva y acumula el pasado en el presente– para captar la existencia de otras duraciones. Es que, tanto para Lispector como para Bergson, pasado y presente coexisten. Recordar es responder a la invocación de un estado presente y el recuerdo se actualiza en función de un nuevo presente del cual ya es pasado.

Y fue la visión fugaz de una muchacha nordestina en plena calle, según la propia autora, el disparador del personaje de Macabea, la protagonista de La hora de la estrella, donde Lispector aborda al “otro” social con una mirada que no lo redime sino que se abre a él, en oposición a la literatura realista.

Ella construye un narrador hombre, Rodrigo S.M., novelista, intermediario entre la autora (que suscribe la dedicatoria con su firma autógrafa) y la protagonista, una dactilógrafa, tres instancias de la escritura para narrar la historia del desamparo de su protagonista y de la propia escritura que se pregunta cómo comenzar (interrogante constitutivo del acto creador). El narrador concentra el peso de la narración como una puesta en escena del acto de escribir y el tiempo de la escritura prevalece por sobre el tiempo del relato, creando un efecto de simultaneidad entre los hechos narrados y la escritura. Exhibe su no saber acerca de la historia de Macabea, que le “sucede”, que adivina, mostrando su fragilidad frente a los hechos con los que lidiará para construir una historia de silencios, de preguntas, hasta lograr darle el nombre real a la cosa, sin ornamentos, que es, para esta autora, la tarea de escribir: hallar “la verdad que se encuentra en un presagio y no en los hechos”. La fabulación creadora, según Gilles Deleuze, no tiene nada que ver con un recuerdo. El artista desborda los estados perceptivos y los pasajes afectivos de lo vivido. Es un vidente, alguien que deviene.

Con un comienzo in media res, cuenta una historia que es casi nada, sin hechos, adelgazada, como su protagonista, un personaje que no sabe de sí, incompetente en su trabajo, invisible para los otros al que “sólo su autor ama”. El encuentro con una mentalista (figura del narrador como adivino de su historia) modifica tanto su futuro como su pasado (que para Bergson, coexisten) y al salir al encuentro con su prometido destino muere atropellada por un Mercedes Benz que se da la fuga, en un final que nos recuerda que no existe la redención para ella ni para esa “resistente raza enana obstinada que un día tal vez reivindique el derecho al grito.”

Monstruosa carne infinita. Que en el comienzo era el verbo es el motivo religioso que Lispector hizo propio y que en La pasión según G.H. se enmarca en lo que la crítica llamó una experiencia de los límites (y todo comienzo lo es) y del misterio (adjudicado no sólo a su obra sino a su persona) que en este texto está subrayado en el trabajo con el lenguaje, cuando la gramática no alcanza para expresar “la vida me es” o “nada me existe”. Quizás sería más acertado definir a este texto como un tratado de ontología escrito en estado de trance.

La anécdota, que podría ser leída como la miniatura de un relato de viajes, cuenta el proceso de transformación de la protagonista, por la vía mística, de su identidad, cuando descubre dentro de su departamento, en el cuarto de la criada (un mundo ajeno) una cucaracha a la que finalmente come. Mundo de lo humano y lo animal se funden en un contacto con la naturaleza viviente que pone en cuestión todos lo órdenes, aún la norma lingüística. Es lo que Deleuze define como obra de arte: un bloque de sensaciones, un compuesto de perceptos y de afectos (es decir, lo que se conserva y desborda las percepciones que se tienen del objeto y las afecciones o sentimientos de quienes las experimentan) donde el afecto es el devenir no humano del hombre, que no es imitación de un animal, vegetal, etc., sino contigüidad, una zona de indeterminación, donde sólo el arte, en su empresa de cocreación, puede entrar.

En la dedicatoria a sus lectores nos advierte de la dificultad de su lectura y nos invita a una aproximación gradual y penosa en la que, tanto el yo como la percepción y la escritura se proponen como un continuo sin forma. “Perdí durante horas mi montaje humano” dice G.H., sabiendo que perderse es sólo para encontrarse con lo desconocido. “Encuadrar la monstruosa carne infinita” y “resistir la tentación de inventar una forma” es la manera como se propone abordar su material deshaciéndose de las visiones previas que le cierran el mundo. Toda una concepción del artista como visionario, como lo definía Deleuze, aquel que experimenta con sus materiales, “que no celebra algo que ya pasó, sino que confía a la oreja del porvenir las sensaciones que encarna”, que preanuncia los signos, propia de las vanguardias, se juega en este texto. El artista será aquel capaz de enfrentarse al horror, dispuesto al despojamiento, a recorrer caminos nuevos buscando lo indecible, “aquello que, en verdad, apenas llamo pero sin saber su nombre”.

Poniendo en cuestión su identidad, descubre que el ser es previo al nombre propio y a todos los actos, visiones y representaciones que construyen una identidad y la suya propia, la de una mujer profesional, independiente, perteneciente a la alta cultura es percibida como una cita, una representación de su clase, “un yo entre comillas” que comienza a perforarse. El no saber de sí contamina su yo hasta hacerlo estallar. “Finalmente me levanté de la mesa de la cocina, esa mujer”.

Mirar la cucaracha frente a frente le permite encontrarse con el detalle. La mirada ampliada humaniza al insecto, lo convierte en espejo de sí misma, la seduce y repele y la obliga a permanecer en el cuarto desconocido, “laboratorio del infierno” (como su propia escritura), para llegar a una zona de contacto con la vida más allá de lo humano, lo inmundo, el acto de comer la cucaracha, que les abre las puertas a todas las posibilidades no humanas del ser humano: metamorfosis, devenires, virtualidades.

“Dame tu mano”, nos pide G.H./Lispector. Si nos dejamos conducir, veremos que “en los intersticios de la materia primordial está la línea de misterio y fuego que es la respiración del mundo… y llamamos silencio”. “Cuando atravieses mi oscuridad te encontrarás al otro lado contigo”, nos dice la narradora/visionaria/bruja. Deleuze afirma que “el artista es creador de afectos, en relación con los perceptos o las visiones que nos entrega. No los crea sólo en su obra: nos los entrega y nos hace devenir con ellos”.

La literatura ideal será, para Lispector, aquella que abre un abismo entre la palabra y lo que designa, gran tema de esta novela, para la cual “el nombre de la cosa es un intervalo para la cosa”. Define su teoría estética: “No quiero la belleza, quiero la identidad. La belleza sería un añadido” y ajusta su búsqueda: “El contacto con la cosa tiene que ser un murmullo” como una plegaria, como una glosolalia, aquellas primeras articulaciones verbales del bebé.

El otro texto en que su arte poética se convierte en protagonista es Agua viva, donde se pone en escena nuevamente a una mujer artista, una pintora que decide tomar la palabra para captar lo que esta autora define como el “instante-ya”: la materialidad del presente. Se propone escribir como quien esculpe el tiempo (imagen con la que Andréi Tarkovski definió al cine) y pide de la lectura una mirada única que capte el instante. “Intento mezclar palabras para que el tiempo se haga… enviando una flecha que se clava en el punto tierno y neurálgico de la palabra”. Una escritura que se piensa pictórica, imagen pura o sonido, ya no prosa poética sino que reclama un pacto de lectura poético. Algunos años después, los músicos Cássia Eller y Cazuza recogieron frases tomadas de este texto para componer la canción Que o Deus venha: “Soy inquieta y áspera y desesperanzada./ Aunque amor dentro de mí yo tenga./ Sólo que no sé usar amor./ A veces me araña como si fueran agujas. / Corro peligro como toda persona que vive. / Y lo único que me espera es exactamente lo inesperado.”

“Pero el instante-ya es una luciérnaga que se enciende y se apaga”: como un yo que late y que lucha desesperadamente contra la escritura que ocupa más instantes que lo que intenta ser captado. “Más que el instante quiero su fluir” dirá, en consonancia (una vez más) con Woolf, que se propuso registrar el tiempo en su materialidad más pura y que en Lispector se condensa en la imagen de la sangre menstrual que gotea, conjugando tiempo y género.

Narrado en segunda persona del singular, en presente del indicativo (el verbo de la pura acción), en Agua viva se construye un yo creador, vivo (“Me encarno en las frases”) para quien escribir “es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra”. Consciente de la soledad de su proyecto, de su carácter de iniciada, se propone entrar en contacto con “el invisible núcleo de la realidad”. “Voy a entrar en el misterio”, le anuncia a su interlocutor y se interna en el espacio entre el sueño y la vigilia, en el umbral de la vida, en el nacimiento o, desde su mirada femenina, en el amamantamiento, con las preguntas que se hacía de niña y que no fueron respondidas.

Para Deleuze el artista es aquel que tiene una percepción ampliada y sesgada de la realidad, cuyo trabajo lo agota. (“Percibo lo oblicuo de la vida” confiesa esta autora. “Estoy cansada, me ocupo del mundo”. “Con los ojos me ocupo de la miseria que vive ladera arriba”). Es el que crea lo que todavía no existe, objetivo de este texto para el que Lispector concibe un género nuevo, el neutro (“Voy a volver a lo desconocido de mí misma y cuando nazca hablaré de él o ella. Mientras tanto lo que me sustenta es el aquello que es un it”) y reinventa la gramática, como en la escena del final, de una irrealidad y libertad totales, donde imagina referentes desconocidos para este nuevo lenguaje.

“Lo que escribo continúa y estoy hechizada”, dice Lispector cerrando este texto alucinado y sin forma, sin principio ni final, en los límites de una obra escrita con las vísceras, con el corazón, con la voz y el silencio, con la sangre menstrual, con sensaciones de una intensidad agobiante y que condensa cuando afirma: “Así, el más profundo pensamiento es un corazón latiendo”.

Clarisa, en todas partes

La obra de Lispector nunca pasó desapercibida en nuestro país. Las reediciones se vienen sucediendo desde la década del 70, aunque no en forma sostenida. Es por eso que durante muchos años sus libros fueron casi inhallables, cuestión que comenzó a revertirse a partir de este año.

Con el antecedente de la publicación de Revelación de un mundo en 2004, el libro de las crónicas que esta autora escribió desde 1967 a 1973 en el Jornal do Brasil, la editorial Adriana Hidalgo publicó en abril de este año la segunda parte, Descubrimientos, con crónicas inéditas hasta el momento. Dirigido también a un público más especializado (los alumnos universitarios de literatura brasileña), las editoriales Corregidor y El Cuenco de Plata elaboraron un plan de edición que incluye, de la primera editorial, las novelas La araña y La hora de la estrella (recién aparecidas), Un soplo de vida (que sale en estos días), Un aprendizaje o el libro de los placeres (a fin de este año) y que cierra con los libros de cuentos La vía crucis del cuerpo y La legión extranjera, el año próximo. Son parte de la colección Vereda Brasil, cuyas ediciones incluyen trabajos de especialistas e investigadores académicos.

El Cuenco de Plata, por su parte, acaba de publicar La pasión según G.H. y Agua viva, los dos libros más programáticos de Lispector, y proyecta publicar a fin de año los cuentos de Lazos de familia y en 2011, la novela Viaje al corazón del día.

Que así sea.