La Venus de las Pieles 23 Ene 2009

Pegame y llamame Severin

Página 12 | Silvina Friera

 

Severin von Kusiemski, el protagonista de La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch, que acaba de ser editada por El Cuenco de Plata, traducida y prologada por José Amícola, es literalmente la voz de la experiencia. Vive pintando y escribe poesía, aunque no pasó nunca de bosquejar dos o tres líneas en la base de la tela ni logró superar jamás una primera estrofa. “En el apasionamiento del varón yace la fuerza de la mujer. Y ella está empeñada en hacer uso de esa fuerza, en tanto el hombre no se lo impida. Su única alternativa es ser el tirano o el esclavo de la mujer”, plantea Severin al narrador de la novela, sorprendido por los aforismos tan particulares que escucha. No son máximas que repite de memoria como si fueran tesoros de la imaginación que hay que desenterrar; son vivencias carnales. “Yo he recibido los latigazos en mi propio cuerpo y por eso puedo decir que me he curado. ¿Quieres leer mi historia?”, invita Severin, a su interlocutor y a los lectores, a zambullirse en el manuscrito “Confesiones de un alma hipersensible”, donde desmenuza los pormenores de su relación con Wanda von Dunaiev, una mujer de una belleza extraordinaria, propia de una divinidad, que produce en el protagonista una sensación de “imponencia descomunal”.

De las impresiones ambivalentes que experimenta Severin al principio, poco a poco será cercado por un sentimiento de dependencia física hacia Wanda, hasta alcanzar el convencimiento de que ese amor se ha tornado en una especie de locura por la idea de perderla. Entre la disyuntiva de ser el esposo o el esclavo de Wanda, opta por la segunda. Prefiere ser maltratado y traicionado por esa mujer a la que ama. Y cuanto más brutalmente, tanto mejor. Quiere que lo ate, que le dé latigazos, que le aplique puntapiés mientras ella es poseída por otro. Pero el que avisa no es traidor. Wanda le advierte: “Preste atención cuando encuentre a su mujer ideal, pues puede muy bien suceder que ella lo trate mucho más cruelmente de lo que a usted le gustaría”. Von Sacher-Masoch, nacido en 1836 en Lemberg Galitzia (actual Lvov, Ucrania) en el seno de una familia española, alemana y eslava, es un maestro a la hora de aplazar y dosificar la extraordinaria tensión erótica, por momentos tan fascinante como insoportable, que franquea la trama de esta novela, sin duda su obra más recordada, escrita en el último cuarto del siglo XIX en el marco del ciclo El legado de Caín, donde agrupó varias de sus obras, entre otras La mujer divorciada, La pescadora de almas, El amor de Platón, Don Juan de Kolomea y La madre de Dios que, afortunadamente, en un titánico trabajo de rescate y traducción de la obra de Masoch, El Cuenco de Plata publicará en el transcurso de este año.

Los diálogos entre ama y esclavo, articuladores, en parte, del “esquema erótico” del texto, exponen no sólo los dimes y diretes de esa sumisión amorosa. En esas charlas asimétricas e imperdibles, hay un “tributo” a la gozosa sensibilidad de los griegos, por la vía de los poemarios de Elegías romanas de Goethe; un cuestionamiento al amor que predica el cristianismo, al matrimonio como institución; una exaltación del paganismo, y de la obra pictórica de Tiziano y Rafael. Pero a modo de un telón de fondo, también hay una profunda imbricación entre erotismo y política. El poder corrompe, vuelve soberbio a quien lo detenta; Wanda se toma demasiado en serio las fantasías de Severin (“cuando me propongo algo, lo cumplo hasta el final”, amenaza), y llega a disfrutar, ávida de placer, lo que antes rechazaba. Ella cumple a la perfección el papel de pérfida con látigo en mano que el amado había imaginado. La vida es una ironía inigualable, piensa Severin cuando acaso intuye que está frente a un callejón sin salida, previo a su fallido suicidio. La prueba de esa ironía reside en el contrato que ambos firman, pero por iniciativa de Wanda, comprometiendo a Severin, que en su “nueva vida” pasará a llamarse Gregor, a permanecer como esclavo hasta que “ella misma lo libere del yugo voluntariamente aceptado”.

Si la naturaleza de la hembra, como dirá el tercero en discordia, es seguir al más fuerte, el esclavo Gregor pronto será desplazado por un bello y brutal príncipe griego. El intercambio de roles comenzará a operar. Wanda, enamorada como nunca antes estuvo de un hombre, devendrá en la presa que se dejará cazar. Y someter. En el reparto de responsabilidades, ella no vacila al componer un cuadro de situación. “Había predisposiciones dormidas en mí, pero tú las despertaste. Si yo ahora encuentro un goce maravilloso, torturándote y maltratándote, la culpa recae sobre ti. Tú has hecho de mí lo que ahora soy”, le reprocha a Gregor/Severin, “el corruptor de mujeres”. El aceitado suspense del resorte novelesco que maneja Masoch le guardará al lector una “sorpresa” final. Una de las partes del trío se hundirá en el lodo de la humillación, como si necesitara del peor remedio para aliviar o curarse de esa “anomalía” que padece.

A pesar del morboso argumento de la novela, el escritor se hizo famoso incluso en el mundillo literario parisiense, donde la prestigiosa Revue de Deux Mondes lo presentó como “un filósofo pesimista discípulo de Schopenhauer”, para quien “amar es ser yunque o martillo”. Y no hace falta aclarar de qué lado estaba la apasionada inclinación de Masoch. Después de su muerte en Alemania en 1895, sus novelas se extraviaron en el precipicio del olvido. No es casual que un siglo después el filósofo Gilles Deleuze se haya abocado a la tarea de recuperar y darle un lugar a Masoch junto al Marqués de Sade en el panteón literario. “El hecho de que sus nombres (sadismo y masoquismo) hayan servido para designar las dos perversiones básicas debe recordarnos que las enfermedades son denominadas más por sus síntomas que por sus causas.” La Venus de las pieles es una gran puesta en escena de la poderosa influencia ejercida por la vida sexual, para bien o para mal, en la formación y orientación de la mente humana.