Unas polillas 24 Ene 2010

La última flor azul

Perfil | Beatriz Sarlo

La ensayista continúa con su atenta lectura de la producción literaria argentina reciente. En este caso, se ocupa del último libro de cuentos de Pedro Lipcovich (Buenos Aires, 1950), autor de obras como “El nombre verdadero” o “Muñecos chicos”. “Pocas cosas tan peligrosas para la literatura como Kafka”, escribe aquí Sarlo: “Hay que saber muy bien qué se hace cuando se lo reconoce como una huella inevitable”. Para ella, en los dos relatos finales de este libro, Lipcovich parece haber encontrado una manera de manejar esa influencia.

 

El título de este libro de Pedro Lipcovich, Unas polillas (además de coincidir con el de una canción, que yo descartaría como cita), designa al insecto cuya larva devora las materias, agujerea las superficies, destruye volúmenes resistentes; las polillas son una peste que, una vez descubierta, ya ha realizado su tarea de destrucción: cuando se dejan ver es, siempre, demasiado tarde. Carcomen y reducen a polvo lo que debería seguir siendo liso, sin fisuras, consistente. Su trabajo microscópico se esconde hasta que es irreparable. Son insectos virales. Presumo que Lipcovich, al elegir este título, que no coincide con el de ninguno de los cinco relatos del libro, subraya esa cualidad viral de la ficción: el remedio está en el mal, al lado o dentro de la planta o el animal venenoso (cito a Starobinski sobre Jean-Jacques Rousseau). La ficción podría curar ese mal, utilizando sus propias sustancias.

El primer relato, redaliz (con minúscula), impresiona mucho a Alberto Laiseca, y así lo hace saber en la contratapa del libro. Aunque en apariencia complejo y “filosófico”, es una fábula bastante explícita. Especie de conte philosophique sobre dos hermanos gemelos, cuyos amos aguardan que, a través de un método que combina el sueño y el recuerdo (es decir un camino hacia y desde el inconsciente), produzcan nuevas palabras. El carácter teórico de esta fábula no es su rasgo más interesante, porque se remite de modo demasiado explícito a una hipótesis sobre el lenguaje.

En el orden de los relatos, viene después un cuento fantástico, El castigo, cuyo revés es una implacable lección sobre las penalidades; y Clase magistral, texto breve que narra la imposición autoritaria del discurso de un profesor que habla hasta ensordecer a sus estudiantes, enloquecerlos y, finalmente, subyugarlos. La eficacia no depende de esta propuesta sencilla sino de su puesta en relato: la manipulación del volumen y la textura de la voz a través de un micrófono y un equipo. Como un rockero o como un viejo bolerista, el profesor busca el paroxismo o el enamoramiento subyugado. El remedio en el mal: la voz que mata también enamora.

Pero son los dos relatos finales los que llaman la atención. Pocas cosas tan peligrosas para la literatura como Kafka. Hay que saber muy bien qué se hace cuando se lo reconoce como una huella inevitable. Martínez Estrada fue, como Borges, un gran lector de Kafka. Hoy Sergio Chejfec lee a Kafka independientemente de Borges, como si no fuera Borges quien lo habilitara. Martínez Estrada escribió Martha Riquelme, uno de los grandes relatos de la literatura argentina, como lector de Kafka, que le sugiere la proliferación amenazante de “lo mismo”: una casa que se expande perversamente y las ramas de una familia que se multiplica sin sentido, pero de manera inexorable. Alegoría de la escritura, Martínez Estrada toca lo inexplicable por su lado siniestro.

Kafka enseña a escribir la amenaza ciega, representada por un peligro que no llega a conocerse nunca del todo. En Kafka hay una fisiología del poder, tanto más abstracta cuanto que puede residir en un nombre, el del Padre, en un lugar, el Castillo, en una institución, la Ley. Padre, Castillo y Ley son inabordables; sus herméticas decisiones responden al orden de una naturaleza pétrea, metafísica, lejana, incomprensible, pero omnipresente. No se puede escapar a la Ley, no se puede matar al Padre, no se puede llegar al Castillo; y, al revés, toda ficción surge de una rebelión sin destino o de una obediencia que no conmueve ni a la Ley ni al Padre ni a la burocracia del Castillo.

Los dos relatos finales de Lipcovich son kafkianos en el sentido que se dijo más arriba. Relato del lirio, una heterotopía fantástica; y La Gris, una distopía con escenario en el sur de la provincia de Buenos Aires. El editor nos informa que Relato del lirio fue publicado inicialmente en 1989, pero con excesiva discreción, no agrega dónde (para eso está Internet, supongo que dirá todo el mundo); y que La Gris fue escrito en 2005.

Relato del lirio transcurre en los espacios heterotópicos (como los definió Foucault: espacios suspendidos entre aquí y allá, entre la vida y la muerte, por ejemplo) del fantasy, de los relatos maravillosos y de los cuentos populares. Su personaje sale a buscar una flor azul para llevarla a la princesa (invisible) de un castillo (desordenado como si hubiera pasado una revolución o gobernara un monarca loco, desprolijo y despótico). Novalis, en su novela Heinrich von Ofterdingen, se refiere a la flor azul, que desde el romanticismo fue emblema de la búsqueda de una perfecta belleza que no se marchita; simbolistas como Maeterlinck hicieron de la búsqueda del pájaro azul el éxito casi masivo de una literatura alegórica. El azul fue también el color de los poetas modernistas.

A diferencia de los escritores románticos y simbolistas ni el personaje ni el narrador de Relato del lirio se pronuncian sobre el carácter mítico y alegórico de la flor buscada. Todo sucede como si el cuento maravilloso, tal como puede ser narrado hoy, se convirtiera en relato de aventuras picarescas, porque la ficción sólo tiene personajes (no héroes) que jamás pasarán, hagan lo que hagan, de campesinos miserables a príncipes. Se acabó el ciclo de transformaciones mágicas, pero persiste el espacio literario heterotópico, que no está en ninguna parte ni pertenece a ningún mundo, donde el movimiento de la aventura continúa, aun cuando esté cerrado el desenlace que ofrece una recompensa o una recomposición. Las aventuras de quien busca la flor azul se repiten, entonces, sin sentido de finalidad, impulsadas por una esperanza que será siempre decepcionada. Hoy el relato maravilloso sólo puede transcurrir en un mundo desencantado o siniestro, revuelto, sucio.

La Gris es una especie de colonia de niños-siervos en la llanura bonaerense, como si las estancias de la literatura rural hubieran sido visitadas por un escritor que descubre en ellas la monotonía y la arbitrariedad cruel de lo penitenciario. Martínez Estrada afirmó que el relato del Hijo Mayor de Martín Fierro sobre su vida en la penitenciaría sólo podía ser plenamente entendido después de leer a Kafka.

La estancia La Gris es también una distopía kafkiana, de la que podría decirse que será mejor entendida si se lee ese canto del Martín Fierro, aunque este vínculo surja de la interpretación y no se apoye en una cita deliberada de la escritura. Así sucede con la ficción, que permite enlazar una cadena de textos, tan irresponsables unos de otros como lo es el eco de los sonidos que repite. La lectura los activa y produce esos ecos, de los que no pueden expulsarse las notas que invierten la égloga campesina del Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, donde el paisanito bastardo puede aprender y “hacerse hombre”. Los niños de La Gris no aprenden porque ya no existe la idea de que alguien puede enseñar nada. Misteriosa y tersa, la narración termina con palabras cuya resonancia llega desde Borges: “un cuchillito de hueso”. No están para evocarlo. Se lo evocan a esta lectora.