Albucius 17 Abr 2010

Un declamador en la Roma Antigua

El Litoral | Raúl Fedele

 

En la antigua Roma (con especial auge durante el comienzo del reinado de Augusto) se impuso la práctica retórica de la declamación, que consistía en tratar temas y casos legales imaginarios tal como se alegan ante los tribunales. En sus Controversiae y Suasoriae, Séneca padre dejó el mayor testimonio sobre estas declamaciones forenses, sus tópicos deliberativos y sus mayores exponentes, entre ellos Caius Albucius Silus.

De Albucius se sabe que era originario de Novara y que llegó a ser un orador popular en Roma, pero ninguno de sus textos ha llegado hasta nosotros. Sus referencias hay que buscarlas sobre todo en los libros de su amigo Anneo Séneca. Y desde ahora, en “Albucius”, de Pascal Quignard (Francia, 1948), que aparte de presentarnos al personaje, a su tiempo y a reflexionar sobre ellos, reconstruye e inventa 53 de las “declamaciones” con que Albucius cimentó su fama.

Quignard explica que una “declamatio” se basa en una suerte de competición sobre una ley ficticia, un procedimiento ficticio y una situación ficticia, la más asombrosa que se pudiera encontrar. “He aquí algunos ejemplos de estas leyes quiméricas: “Vir fortis quod volet praemium optet” (El valiente reconocido puede desear la recompensa que quiera). “Raptor raptoris aut mortem aut indotadas nupcias optet” (La mujer violada podrá elegir que su violador sea ejecutado o que la tome por esposa, sin dote). “Qui ter fortiter fecerit militia vacet” (Después de tres hazañas heroicas, el soldado quedará definitivamente exento del servicio militar)... Las declamaciones exploraban lo real bajo tres formas: lo imposible, lo indefendible, lo imprevisible. Lo “real irreal”, ése era el objeto psicológico, judicial y retórico de los relatos de declamadores y sofistas, que multiplicaban las giras de conferencias en los anfiteatros, por todo el territorio del imperio. Se cubrían de oro. Varios siglos más tarde, las giras de Luciano sólo podían compararse con las de Dickens al final de su vida”.

Albucius “odiaba exhibirse. Jamás se entregaba a su público más de seis veces al año. Se peleaban para obtener un lugar en sus ejercicios privados (aprendía de memoria sus improvisaciones) que se producían con mayor frecuencia en el año, pero en los que él hacía pocos esfuerzos para agradar”.

Un libro extraño y apasionante, el de Quignard, que escapa a toda clasificación de género. Sin dudas no es una novela, y menos un ensayo, y menos un tratado histórico. A través de 25 capítulos somos guiados por un narrador que a menudo se entromete desde nuestra contemporaneidad para encontrar ejemplos o correspondencias anacrónicas (y aparecen así -como vimos- Dickens, Luis XIII, Borges, Sade, Henry James, así como se entrometen recuerdos del narrador o acotaciones tipo “Invento esta página. Ningún testimonio antiguo la funda...”). La guía de ese narrador a menudo se detiene sobre los momentos y personajes cumbres que rodearon a Albucius (Julio César, Augusto, Cicerón, Virgilio). Pero sobre todo se detiene sobre los temas y estilos que constituyeron el humus creativo de Albucius: “Albucius Silus, al final de su vida, sabía hasta qué punto había sido original. Se lo confiaba a Séneca, quien conservó algunos testimonios escritos. La originalidad de los relatos de Albucius no residía solamente en las manos cortadas, en los rinocerontes o en las palabras comunes que introducía en sus textos. Se debía también a la recurrencia de ciertos temas: guerras civiles o guerras de piratas que habían atormentado su infancia y su adolescencia”. De allí los conflictos cada vez más graves entre ciudadanos y esclavos, entre padres e hijos, que pueblan las “declamaciones” de Albucius.

En referencia a este híbrido de géneros, en un capítulo se nos habla de “satura”, que es un cuenco para frutas varias, una compotera, y por extensión, la mezcla de recursos y efectos literarios (y Quignard cita al “Satiricón” como el más famoso popurrí). Para Quignard, de todos modos los recortes y las mezclas tienen como finalidad la de confluir en la transcripción (invención o reconstrucción) de las “declamaciones”, en las que todo el texto alcanza su cumbre y su justificación.