Misales 15 Jun 2006

Devoción ilimitada

El País | Mercedes Estramil

 

MAROSA tiene el don de volver marosianos a sus lectores y a sus críticos. Los deja expuestos a la luminiscencia de un lenguaje contagioso. Preindustrial y cósmica a la vez, esta poeta salteña con porte de reina freak, muerta en agosto de 2004, renace naturalmente en cada reedición, y volver a leerla es leerla por primera vez, romper de nuevo un precinto sagrado. Porque es entrar a su mundo, y se trata de un universo cambiante, proteico y movible, un mundo stalkeriano. Si no se entra, sólo se atrapan pedazos, imágenes sueltas, palabras antiguas. Por otro lado, entrar del todo es imposible. Marosa está dentro de ese mundo y lo ocupa casi todo. El yo-lírico, la voz que surge de su poesía —liberada en poemas, prosas poéticas, mini relatos o novelas— construye un autorretrato de estética monumental y respiración minimalista, que en ningún momento busca explicarse, traducirse. Quizá no retrata a Marosa di Giorgio pero funda su leyenda. De sus textos podría decirse lo que Frida Kahlo dijo de sus pinturas: que no pintaba sueños sino que representaba su realidad.

TIERRA SAGRADA. Misales, subtitulado "relatos eróticos", se publicó en 1993, y ahora vuelve como parte del homenaje que El cuenco de plata e Interzona dedican a la autora desde Buenos Aires. Contiene lo que contienen los misales: oraciones. Estas son 35 historias suspendidas entre la tierra y el cielo, entre lo real y lo imaginario, 35 episodios de deseo que rozan lo animado y lo inanimado, que confunden lo abyecto y lo sublime. La religiosidad del libro es desde luego herética, y todos sus evangelios y santos y milagros son los interdictos de siempre: pasión, sexo, perversión. En una dimensión distinta de la de Sade, de la de Genet, de la de Miller, de la del Cantar de los Cantares, y de la de los libros eróticos de la colección de Tusquets "La sonrisa vertical"; una dimensión marosiana en la que confluye una atmósfera de cuento de hadas, de teleteatro, y de pesadillas que parecen extraídas de una pintura de El Bosco.

En Misales está la tierra primitiva de sus otros libros: la flora, fauna y afectos elementales que apenas enunciados corren a cubrirse con un ropaje lingüístico que los preserva y los distancia. Sabemos y no sabemos de qué habla Marosa. Su literatura se ocupa de recrear un ámbito endogámico, terriblemente familiar, de madres, padres, tías y primas, poblado de secretos y prejuicios, frente al cual se sitúa un yo-lírico saturado de lo que la psiquiatría tradicional llamaría "anormalidades". Varios tipos de parafilias y transgresiones sexuales ingresan a la contabilidad amorosa de ese yo-lírico-narrador y protagonista: zoofilia, incesto, voyeurismo, necrofilia. Se trata de perversiones imaginarias ocupando el espacio de otras rarezas: castidad, virginidad, soledad, el no animarse "a cruzar el río" como alguna vez dijo Marosa.

Toda una declaración de su singularidad y su ostracismo se puede leer en el acápite de este libro: "Hasta el capuchón en que habito, desde muy lejos, me llegan el latir del mundo, sus silbidos y alaridos, con los cuales me atreví a armar, soñando, estos gajos, estas misas con luz violeta". Una declaración triste y valiente de la propia cobardía, sostenida por lo que vendrá: historias de miedos. Por ejemplo, miedo a perder la virginidad (y a no perderla), a casarse (y a no casarse), a embarazarse (y a no tener hijos). Las doncellas de sus relatos suelen entregar lo que no fue vivido a diversos sueños eróticos, masturbatorios y al final, a la muerte. Ya en el primer relato, "Misa de Pascua", la anciana que prepara budín, en compañía de un perro, recibe la visita de un bello joven que viene a poseerla. Ella recuerda su boda adolescente, arreglada por los padres, y su sustitución del modelo sexual reproductivo por otro menos convencional donde la pareja da participación a animales y familiares. Pero se trata de un recuerdo inventado. Es la voz social a la que alude el fin del relato la que sabe: "Todos sabían su historia desde siempre. Nunca se había casado, nunca tuvo relación alguna. Sus padres murieron viejísimos. Eran casi de su misma edad. Siempre vivió con ellos."

"Hibiscos abajo de la tierra" parte de la figura señorial de una madre devota para mostrar a una hija como cualquiera, ansiosa y temerosa de su sexualidad. El noviazgo con el vecino, los escarceos amorosos, el deseo y la repulsión, las decisiones y la incertidumbre, se repiten una y otra vez mientras el tiempo va pasando y la "boda", metáfora del coito, no se realiza: "Pasaron las horas, pasaron como siempre, despacio y volando". La representación de la muerte, su anunciación en eso "otro" que se hace cargo de ella, lleva el relato a un desenlace cargado de ironía trágica: "Dispuso con beneplácito y gran ansiedad, las piezas, los huesos, el pelo, en respectivos frascos. Hasta que dio con la flor, el hibisco rojo, completo, selecto rojísimo, que no había podido cortar el vecino. Semejante flor. Para este frasco."