Las horas felices 22 Sep 2024
Radar | Página 12 | Pascal Quignard
Fragmentos de Las horas felices: último reino XII de Pascal Quignard que acaba de publicar El cuenco de plata.
El viernes 14 de diciembre de 1591, a la edad de cuarenta y nueve años, Juan de la Cruz murió en Úbeda.
Doce hermanos, cada uno con un cirio en la mano, estaban apretados unos junto a otros en la celda del hermano, de tan estrecha que era.
Seis hermanos a la derecha, seis hermanos a la izquierda.
Antes de morir, les preguntó a los hermanos que lo rodeaban:
-¿Qué hora es?
Uno de ellos dijo que pensaba que pronto iba a ser medianoche.
Pero Juan dijo que no con la cabeza.
-No es medianoche, porque a esa hora estaré frente a nuestro Señor diciendo maitines.
Entonces los hermanos del costado derecho empezaron a temblar de tristeza.
Otro hermano abrió precipitadamente su breviario. Buscó la plegaria para para encomendar el alma. Pero el enfermo se dio cuenta y le dijo con voz suave:
-Hermano mío, deje su breviario, por el amor de Dios. Mi cuerpo ya está en estado de plegaria. Pienso que ahora hace falta que nos mantengamos tranquilos.
El padre Alonso hizo notar que era viernes. Si tenía la suerte de morir ahora, antes de que empezara el sábado, obtendría la indulgencia sabatina del escapulario del Carmelo. Vale decir que la Virgen María lo sacaría illico presto del purgatorio cuando se elevara hasta el cielo.
El hermano Juan tuvo un pequeño acceso de risa y dijo:
-Padre, acabo de decirle que diré maitines a medianoche.
Todos los hermanos de la izquierda empezaron a llorar tapándose con las manos.
Juan de la Cruz se incorporó. Introdujo sus dedos bajo su almohada, de donde sacó un atado de cartas que había guardado durante todos esos días bajo su cabeza.
Nombró al padre Bartolomé de San Basilio y le pidió su vela.
El padre Bartolomé le tendió al hermano Juan su cirio y el hermano Juan empezó a quemar el atado frente a todos.
Cuando estuvo completamente encendido, lo dejó en el piso de su celda donde el papel terminó de consumirse.
Cuando no quedó más que un montoncito de cenizas en el piso, les ordenó:
-Vuelvan a sus celdas. Es hora de cerrar el convento.
Los hermanos de la derecha salen. Los hermanos de la izquierda los siguen. Se oye que cierran los cerrojos de las puertas. Se acuestan en sus celdas. Estiran sus frazadas hasta el mentón. Duermen.
De pronto, suenen las doce en el reloj de la iglesia del Salvador.
-¿A qué llaman?- pregunta el hermano Juan abriendo los ojos al escuchar las primeras campanadas.
Cuando el padre le responde que a maitines, exclama, contento:
-¡Alabado sea Dios! Me voy.
Apoya los labios en el crucifijo que tiene entre las manos; recita pausadamente la plegaria: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum. En los dedos de tus manos, mi señor, derramo el soplo de mi soplo. No tiene tiempo de decir meum porque expira en el momento. El autor de La noche oscura murió antes de que las campanas del alba hubieran terminado de tañer.
***
San Juan de la Cruz no dijo “meum” al morir. Porque no hay yo en la muerte. No hay identidad en la muerte. No hay lenguaje, ni tampoco mundo que sobrevivan a la respiración que se desahogó de golpe. Incluso dentro de la lengua viva que uno aprende tan lentamente de los labios de las madres y de las abuelas en la infancia, todo lo que no pueden alcanzar las palabras se pierde, puesto que solo lo que es recordado puede ser llamado. Y solo lo que no está ante los ojos necesita del nombre que lo evoque. El pasado no es más que ese llamado, no es un estado. Incluso la Historia no es más que ese llamado, hambre de una fiera, matanza que ensangrienta, esperanza de una tregua o de un renacimiento, deseo de un vengador.
Incluso el pensamiento espera; constantemente espera. Es espera de su fuente. No es más que el reflujo de los sueños que traga y trata de deglutir.
Luego el soplo se evapora de cada letra a medida que los caracteres se escriben.
La letra es lo que aísla una silueta que vuelve, que hace brillar en el fondo del alma devuelta al silencio.
Finalmente, detrás de la letra, está la fecha, que señala la dilapidación. Es menos que una silueta: es un hito para lo que desapareció.
Así es como detrás de la littera, donde está lo perdido, se conserva el datum: lo dado. Lo que fue el dato en lo real.
En este libro, en el que quiero dejar la letra, me hace falta recoger esos últimos vestigios: las cifras y las fechas. Las horas que las reúnen.