Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo 09 Ago 2024
Revista Ñ | Margarita Martínez
- A través de la ancianidad y muerte de su madre, el filósofo Didier Eribon analiza su impacto, el derrotero de la clase obrera y el crecimiento de la extrema derecha en Francia.
- Sociobiografía es el género en el que se ubica su libro.
Filósofo, autor de ensayos como Reflexiones sobre la cuestión gay o la monumental biografía sobre Michel Foucault, Didier Eribon (Francia, 1953) se vuelve un autor canónico si se trata de componer un fresco de la vida intelectual y política de la Francia de la segunda mitad del siglo XX. En los últimos años, además, se abocó a lo que él mismo denomina “sociobiografía”: una narración de la propia filiación que logra, a la vez, introducir la dimensión social desde dos puntos de vista paralelos y convergentes: el personal y el intelectual.
Vida, vejez y muerte de una mujer de pueblo, recientemente publicado por Cuenco de Plata (traducción de Silvio Mattoni), no defrauda a aquellos que, desde Regreso a Reims (2009), buscan en Eribon a alguien capaz de diseccionar la historia de una clase obrera cuyos hitos vitales hicieron que a él le resultara más dificultoso, en sus palabras, “salir del placard social que del sexual”. Y esto sin descuidar una mirada muy aguda para entender la Francia profunda, aquella que sorprendió por su inclinación hacia Marine Le Pen en la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales francesas.
Al igual que antes lo había hecho con la voz del padre, Eribon retoma en Vida, vejez y muerte de una mujer de pueblo la voz de su madre como un modo de rehacer el camino que lo llevó a “desaprender y olvidar”. Ella ya no se puede valer por sí misma, y entonces sus hermanos y él deben buscarle un geriátrico y encarar algo sobre lo que nadie habla: la previsión de su tránsito final. Entre el deber social de retomar una cuestión negada y tabú, y el deber filial de restañar el quiebre que introdujo en su vida cuando abandonó su medio familiar para ir a estudiar a París (y al hacerlo lo ocultó, igual que disfrazó su habla regional), Eribon escribe un libro que es, al mismo tiempo, una meditación sobre la ancianidad en diálogo con textos clásicos como La vejez de Simone de Beauvoir o La soledad de los moribundos, de Norbert Elias.
Si “llorar a la propia madre es llorar la propia infancia”, volver a ella es intentar entender también sus partes negadas o evitadas: el racismo, la tozudez, los lazos afectivos fallidos, como la relación conyugal de sus padres o la propia con los hermanos. En diálogo con Ñ, Eribon, con un tono crudo y directo, se refirió a este modo de desbrozar la propia historia y a sus consecuencias internas.
–¿Por qué razón descubrió que Regreso a Reims requería una segunda parte como Vida, vejez y muerte de una mujer de pueblo?
–Empecé a escribir Regreso a Reims cuando murió mi padre. Quería recorrer mi historia personal y la de mi familia, es decir, la historia de una familia obrera del norte de Francia a lo largo de varias generaciones. Pero esta historia tan personal era también para mí una forma de describir la estructura de clases de la sociedad francesa. Un “desertor de clase” que cambia de medio social, y que vuelve para reencontrarse con el mundo que dejó atrás, atraviesa universos sociales muy diferentes, lo que permite un análisis sociológico y político. Este libro es, a la vez, un homenaje a mi madre y una reflexión sobre la vejez, la enfermedad, los hospitales, los geriátricos, la muerte y sobre cómo sociedades como la nuestra tratan a los ancianos.
–Entre uno y otro libro, ¿qué lugar ocupa la voz de un “nosotros” colectivo dentro de la sociedad francesa?
–Mis libros no son autobiografías, sino sociobiografías, socioanálisis. Siempre consideré Regreso a Reims como un libro de teoría sociológica y de filosofía política cuyo planteo está anclado en la experiencia personal más íntima. Lo mismo ocurre con este nuevo libro, cuyo punto de partida se encuentra en la encrucijada de dos problemáticas diferentes: cuando murió mi madre, quise contar y analizar lo que había sido su vida, y quise retomar una reflexión teórica ya desarrollada en varios textos a lo largo de los años previos (algunos de los cuales pueden encontrarse en mi conjunto de ensayos Principios de un pensamiento crítico) sobre los movimientos sociales y la posibilidad de decir “nosotros”, de constituirnos colectivamente para tomar la palabra y actuar. En este libro hablamos de una categoría –las personas mayores dependientes– que no pueden expresarse en la esfera pública y no tienen portavoces. Y eso es lo que yo quise ser: la voz de aquellos y aquellas que no tienen voz, como hizo Simone de Beauvoir en 1970 en su libro La vejez.
–La “estética de la existencia” desde la cual usted piensa, entre otras cosas, su propia vida intelectual en contraste con la vida “del pueblo”, ¿explica la alarmante y candorosa sorpresa con la que las élites francesas descubren el ascenso de la Agrupación Nacional, el ex Frente Nacional?
–Empecé a analizar el ascenso de la extrema derecha en Francia a principios de la década de 2000. Y dediqué dos capítulos de Regreso a Reims a estas transformaciones políticas que veía producirse en la clase obrera. Y no porque fuera un profeta clarividente que previera el desastre actual, sino porque podía ver en mi propia familia el cambio. La razón principal era que las clases obreras y populares se sentían abandonadas y desatendidas por la izquierda. Esto tiene una relación directa con la “estética de la existencia” en el sentido en que la entiendo, o sea, no como algo reservado a la burguesía o a los intelectuales. De hecho, ocurre lo contrario: es la forma en que la idea de una clase social obrera con sus modos de organización y autoconstitución (y, por lo tanto, de ciertas modalidades de “autoformación”) fue deconstruida, disuelta incluso, por el discurso neoliberal adoptado por la izquierda, lo que llevó a esa clase a formarse de nuevo en otra creación colectiva del yo, otra identidad colectiva, que hoy remite a un marco teórico y político de extrema derecha. El odio a las grandes ciudades, a las élites culturales, a los artistas y a los intelectuales está ligado a todos estos procesos.
–Al analizar su propio recorrido intelectual, ¿qué rasgos distintivos de su relación mental con el mundo (intereses, omisiones, fascinaciones) encuentra al retratar la vida de su madre? ¿Y cómo ubica tales rasgos en relación al retrato que hizo de su padre?
–Al describir la vida de mi madre y recordar los libros que le gustaba leer, las películas o programas que le gustaba ver en la televisión, las canciones que escuchaba en su reproductor de DVD, estoy describiendo a una mujer de clase obrera con gustos específicos de clase obrera. Podría decir gustos “típicos”. Los “personajes” de mis libros son a la vez individuos singulares, únicos, pero también personajes típicos, en el sentido en que Georg Lukacs decía que las novelas de Balzac ponían en escena tipos sociales. Es esta tipicidad lo que intento alcanzar a través de las singularidades individuales. Se trata de personajes “sociológicos”, e incluso “teóricos” en el sentido de que los abordo a partir de una teoría de las clases sociales ya formulada, y respecto de la cual reelaboro una teoría de las clases que debe reformularse constantemente. En ese sentido, no hay diferencia entre la forma en que retraté a mi padre en Regreso a Reims y la forma en que retrato a mi madre en mi nuevo libro. La única diferencia es que pude acercarme a mi madre, mientras que jamás me acerqué a mi padre.
–Tras haber meditado sobre el “lazo familiar”, y luego de haber alcanzado su propia vejez, ¿sigue pensando que es posible que uno no comparta “absolutamente nada” con sus propios hermanos, por ejemplo? En ese caso, ¿es este un fenómeno de emancipación o un fenómeno de alienación?
–Llevaba casi treinta años sin ver a mis hermanos cuando tuve que volver a verlos para trasladar a nuestra madre a un geriátrico. Antes de eso, había estado en contacto con ellos por correo electrónico. Pero no seguí en contacto después del funeral de mi madre. Realmente no tenemos nada en común y sólo éramos hermanos porque nuestra madre estaba viva y nos daba noticias a cada cual de los otros. No veo qué podría “compartir” con ellos. En mi último libro, en efecto, analizo la fuerza del vínculo familiar y las obligaciones morales que se nos imponen en forma de “sentimientos”. Evidentemente, estos sentimientos son totalmente sociales y por mucho que intentemos escapar de ellos, siempre vuelven a nosotros en un momento u otro. Después de años de ausencia, volví a construir una relación con mi madre que duró más de diez años. Sentí compasión, también gratitud, porque ella había trabajado en una fábrica cuando yo era adolescente para que pudiera estudiar. Gracias a ella me convertí en lo que soy. Pero con su desaparición, mis sentimientos familiares también desaparecieron, y sería artificial intentar sostenerlos con mis hermanos. Vivo con mis amigos. Es lo que Michel Foucault llamaba “la amistad como forma de vida”. Lo elegí y lo encuentro emancipador.
Sin lugar para los viejos
–El debilitamiento de la infraestructura estatal para el cuidado de los ancianos, sumado al desinterés que la sociedad les manifiesta, ¿anticipa un inminente debate sobre la eutanasia?
–Son asuntos absolutamente distintos. Demuestro, remitiéndome a varios libros o artículos escritos por periodistas que han llevado a cabo investigaciones en profundidad bastante impactantes, que el maltrato en los geriátricos es la regla. Todo esto es inaceptable y repugnante. Cuando mi madre me dejaba mensajes por la noche para decirme que la maltrataban, que era infeliz, me sentía totalmente impotente. Si murió siete semanas después de entrar al geriátrico fue porque se dejó morir: estaba desesperada, sabía que nada iba a cambiar y que ya no tenía futuro. Mi libro es también un llamamiento a un vuelco en la relación entre el Estado y las políticas públicas sobre la gestión de la vejez. Pero la cuestión del final de la vida y del suicidio asistido sólo se plantea después de haber considerado las otras dimensiones de este periodo de deterioro de las facultades físicas y cognitivas. ¿Hubiera querido mi madre recurrir al suicidio asistido? No estoy seguro. Nunca lo hablé con ella.
–Con la muerte de su madre, ¿qué parte precisa del mundo del siglo XX cree usted que se ha terminado?
–Es difícil decirlo. Cuando Thomas Ostermeier, el director de teatro que dirige la Schaubuehne de Berlín, adaptó Regreso a Reims, fui a la ciudad con él y su equipo para filmar los lugares de mi infancia y adolescencia a fin de incorporar esas imágenes a su espectáculo. Nos detuvimos mucho tiempo delante y dentro de los edificios de la fábrica donde mi madre trabajó durante 15 años. La fábrica llevaba mucho tiempo cerrada, las ventanas estaban rotas y había escombros por todas partes. Era como el símbolo de un mundo que había desaparecido. En las paredes de esta vieja fábrica, que había sido un bastión de la clase obrera organizada, de la lucha contra la explotación (mi madre solía participar en las largas huelgas sindicales), había carteles de Marine Le Pen. Extraño, porque ya no quedaba nadie para verlos, salvo quizás los trabajadores que pasaban por la calle. Eso me impactó. Muchas otras fábricas de la ciudad también cerraron al mismo tiempo que ésta. Y, hasta un cierto punto, desaparecieron con ellas las posibilidades de organización y resistencia de la clase obrera. Ha surgido otra clase obrera, por ejemplo, en los oficios vinculados con la logística (los almacenes de Amazon). Cuando vemos la película de Ken Loach Sorry we Missed You, se puede constatar la verdad de todas estas transformaciones: el marido es repartidor de Amazon, y la mujer, cuidadora a domicilio. Sus trabajos son muy duros, pero las posibilidades de organización y movilización, prácticamente inexistentes.
–¿Por qué se produce esa mutación según la cual el lugar de defensa del “obrero” es desplazado por el lugar de defensa del “francés”? ¿Por qué la izquierda no supo ser veloz para capturar el desplazamiento y actuar contra él?
–Hay varias explicaciones para esto que se suman: las transformaciones del trabajo obrero que mencioné antes, pero también la precarización de los empleos, el miedo al desempleo... y, por supuesto, las transformaciones del hábitat, con el desarrollo de barrios alejados de los centros de las ciudades y formados por casitas individuales, lo que desemboca en un repliegue en el interior doméstico, en la esfera privada. Estos fenómenos materiales fueron acompañados de una deriva del pensamiento de izquierda hacia el de derecha, que quería deshacerse de la noción de clase, de la idea de que existían grupos sociales, para privilegiar la idea del individuo autónomo y, por lo tanto, de la responsabilidad individual. Entonces llegó la extrema derecha y sustituyó el “nosotros” de clase que la izquierda había intentado borrar por un “nosotros” nacional y racista: ya no éramos “nosotros” los obreros sino “nosotros” los franceses. Por eso creo que es necesario reconstruir un marco teórico de izquierda para dar otra vez un sentido de izquierda a estas experiencias.
–A diferencia del voto comunista que, dice usted, es asumido, reivindicado y proclamado por las clases populares, el voto de extrema derecha se maneja de modo disimulado. En el primer caso se afirma orgullosamente la identidad de clase, en la segunda se intenta defenderla en silencio. ¿Defenderla de qué?
–Esto seguía siendo así en la década de 2000, pero cambió. Hoy en día, el voto por la extrema derecha se asume, se afirma y se reivindica. Es una movilización electoral masiva para protestar contra las dificultades de la vida. Uno de los principales factores que impulsan el voto de extrema derecha es el desmantelamiento de los servicios públicos: las destrucciones provocadas por las políticas neoliberales hicieron que se desarrollara una sensación marcada de haber sido olvidado, abandonado. Y esto provoca un profundo resentimiento y rabia que sólo se pueden expresar mediante el voto. Y como son los sectores menos formados de la población los que sufren estas situaciones, esta desposesión económica está muy ligada a una desposesión cultural y al sentimiento de no existir políticamente. Los medios de comunicación, propiedad de multimillonarios, desempeñan un papel importante: hacen propaganda contra la izquierda mañana y noche. Como resultado, la ira de las clases trabajadoras –blancas– busca una salida en la extrema derecha: que llegue al poder y lo cambie todo. Es una burda ilusión, por supuesto. Qué podemos hacer, me preguntará. Creo que la izquierda debe intentar recuperar los votos de las clases populares que la han abandonado. Pero eso no va a ocurrir rápidamente, lo que significa que tenemos que pensar y actuar a partir de ahora. Muy rápidamente. Para que no sea demasiado tarde.