29 Abr 2023
Número cero | La Voz del Interior | Javier Mattio
La traducción local de “La vida nueva” de Dante Alighieri junto a otros libros destacados confirman a Silvio Mattoni como un referente del oficio.
Silvio Mattoni (Córdoba, 1969) es un superhéroe de la traducción. Además de sus reconocidos roles de poeta, docente y ensayista, Mattoni lleva traducidos más de un centenar de libros (de idiomas como el latín, el francés, el italiano) desde que se inició en el oficio hace tres décadas, labor por la que fue premiado en 2014 con el Konex.
En estos meses la cantidad de traducciones suyas lanzadas al mercado es remarcable: en El Cuenco de Plata, editorial para la que ejerce el oficio con regularidad, se publicó El hombre de las tres letras de Pascal Quignard, prestigioso autor francés que acaba de ganar el Premio Formentor y del que Mattoni ha traducido ya numerosos volúmenes (junto al también cordobés Carlos Schilling); Duras por Duras, selección de textos y entrevistas a la autora y directora Marguerite Duras; y Lo inaudito, nuevo ensayo del filósofo François Jullien.
El rango de Mattoni no se restringe sin embargo a lo contemporáneo, y en ese sentido acaba de salir asimismo una edición bilingüe de La vida nueva de Dante Alighieri con traducción, prólogo y notas de su autoría; publicado por Detodoslosmares, el flamante volumen hace tándem con una impecable antología de poetas italianos del Dolce Stil Novo que Mattoni tradujo para aquel sello local en 2021.
Antonin Artaud, Henri Michaux, Paul Valéry, Cesare Pavese, Denis Diderot y Robert Desnos se cuentan entre los abundantes íconos letrados que Mattoni ha trasladado al español.
“Empecé a traducir algunos textos a finales de los años ‘80, cuando entré a la universidad, creo que fueron unos poemas franceses y alguno del latín. Los primeros libros se publicaron a comienzos de la década de 1990, ensayos de filosofía francesa contemporánea y un pequeño conjunto de poemas de Catulo. También traducía a poetas italianos en aquellos años, Pasolini sobre todo, pero tardaron un poco en salir libros traducidos de ese idioma”, recuerda por mail Mattoni, que dice estar ahora concentrado en una traducción de Notre–Dame–des–Fleurs del escritor francés Jean Genet.
¿Cuál es su método o rutina? “Lo que me permite traducir es el tiempo: le dedico a la tarea varias horas por día, tres o cuatro días a la semana –contesta Mattoni–. Al principio, cada libro me llevaba bastante trabajo materialmente hablando, porque traducía a mano y después dactilografiaba y corregía, pero ahora traduzco directamente en la computadora, donde además tengo los diccionarios a un clic. Es un vicio traducir, a tal punto que si no tengo encargos de editoriales traduzco obras que me interesan, gratuitamente, para llenar ese espacio de tiempo y satisfacer el impulso. En cuanto a la cantidad, traduzco un puñado de páginas al día dependiendo de la complejidad del original, lo que en un par de meses suma la extensión de un libro breve y en tres o cuatro uno extenso. Al término de un año ya traduje tres o cuatro libros completos”.
Distancia actual
–¿Qué sucede al afrontar textos como “La vida nueva” de Dante Alighieri?
–Con los clásicos, si llamamos así a libros distantes en el tiempo, hace falta volver a leer en un modo actual lo que ya leímos muchas veces, en traducciones que de distintas maneras nunca nos dejaron satisfechos. Dadas las insufribles, cacofónicas, academicistas versiones peninsulares de Dante, quise hacerle el homenaje de escribir sus poemas en un ritmo más amable y que se pudieran leer como lo que son, los cimientos o los destellos inagotables de toda la poesía amorosa y filosófica de las lenguas europeas. Aunque no se me hubiese ocurrido que el trabajo termine en un libro sin la iniciativa algo insensata y entusiasta del editor Gerardo Coccio, quien me lo propuso. El desafío que significa traducir algo tan antiguo es, en primer lugar, idiomático, pero el milagro es también que esos siglos entre uno mismo y el autor remoto no parezcan tantos, que todavía sintamos que su voz persiste y que tiene algo nuevo que puede decirnos.
–¿Qué implica traducir tan seguido a un autor, como ocurre con Quignard?
–Es probable que haya traducido más de media docena de libros de Quignard, aunque un autor del que traduje también media docena y que propuse, seleccioné, anoté y que me interesó siempre es Georges Bataille. Quignard me fue propuesto en general, salvo por un libro poco leído, Retórica especulativa, que particularmente impulsé. Fue su éxito editorial, relativo para un escritor complejo, erudito, lo que hizo el resto. Casi nunca prologué sus libros, algunos me gustan mucho, otros me parecen algo reiterativos. Con el tiempo me acostumbré a su tono y aprecié su estilo, un poco latinizante. La prosa narrativa francesa, aun en sus puntos altos, al menos desde el siglo XVIII, tiende a lo pomposo, a lo recargado, a la proliferación. Mientras que Quignard es lacónico, sentencioso, como si pretendiera devolver el francés a la forma taxativa de un estoico romano.
–¿Qué traducción te desafió más y cuál fue la que más felicidades te dio?
–Tendré que elegir al azar del recuerdo. Significó un desafío traducir a Francis Ponge, por su utilización de las etimologías y de las ambivalencias de las palabras francesas. También fue un desciframiento complicado la prosa de Mallarmé, sus ensayos llenos de laberintos sintácticos. En ambos casos disfruté hacer esas versiones y quise hacerlas. Como casi siempre que se trata de poetas, eran intereses míos y no tanto de las editoriales.
–¿Cómo ves hoy la labor en términos tanto económicos como simbólicos?
–Económicamente la traducción en Argentina es un desastre. Se paga menos de la mitad de lo que se pagaría en España, y sólo por la primera edición. Si un libro traducido se reedita en otros países se le paga al traductor por cada edición, en cambio acá hay un pago único y módico. Ahora hay cierto reconocimiento nominal de los traductores, que pueden aparecer en la tapa del libro ocasionalmente. No sé si la traducción es un oficio o un arte, puesto que se traduce con el estilo, o sea con la dicción y el ritmo que uno tenga en su idioma. No tengo nada que criticar de esa noble artesanía de aclarar un idioma extranjero, una voz ajena, en la lengua que se habla y se escribe, en la propia vida. Desde Livio Andrónico, que tradujo la Ilíada al latín, no se puede sino reconocer cierto heroísmo en ese intento, siempre destinado a un relativo fracaso porque va a hacer falta una y otra vez que cada escrito vuelva a ser traducido en cada época.
–¿Cuál es tu criterio eminente al momento de traducir, tu sello propio?
–Siempre espero que el traductor no aplaste a los autores bajo un molde. Sin embargo, tengo ya determinadas maneras de traducir que se notarán. Trato de ser claro o de que al menos ninguna frase me dé vergüenza. Aunque sea ajena, querría que ninguna frase en un libro que haya traducido me causara vergüenza si fuera leída en voz alta. Y aunque el éxito se atribuya al autor, íntimamente sé que el pudor de quien lo puso en palabras en nuestro idioma participa de su fluidez y su transparencia.