Lógica de lo peor 03 Ene 2023
Infobae | Luciano Lutereau
¿De qué hablamos en terapia sino de lo inevitable? ¿Podemos decir que somos del todo inocentes ante lo que pasa? ¿Qué lugar hay en nuestras vidas para la tragedia? Reflexiones a partir de lo que es necesario perder.
¿Qué lugar hay en nuestras vidas para la tragedia? Nadie discutiría que vivimos en un mundo en el que acontecen desgracias, una detrás de otra, pero algo muy distinto a un hecho trágico es un acontecimiento que nos produce pena o sufrimiento. Por cierto, ¿es un hecho la tragedia? Más bien habría que reconocer que en la realidad no hay nada que sea propiamente trágico, sino que este término se remite a nuestra vida e incluso a nuestros deseos.
En la realidad no hay más que realidad, pero algo muy distinto ocurre según cómo sea que la vivamos. Pongamos un ejemplo: una persona muere en un accidente automovilístico y el vehículo era conducido por alguien que se salva; a los pocos días, este muere apaleado por familiares de la primera víctima. En efecto, tenemos dos víctimas; de una podría decirse que sufrió una muerte desgraciada y solo para la segunda cabría conservar la expresión de muerte trágica –si consideramos que el accidente no fue voluntario. En una tragedia siempre hay algo de azar irremediable que se presenta como destino.
Por esto último la tragedia es especialmente importante para el psicoanálisis. ¿De qué otra cosa hablamos en un análisis, sino de lo inevitable, lo que –nos preguntamos– podría haber sido de otro modo, lo que habríamos hecho de otra manera si hubiéramos sabido…? Sin embargo, ¿no sabíamos? ¿Realmente podríamos decir que somos del todo inocentes ante las consecuencias? La pregunta trágica incomoda; por eso es tan importante distinguirla de cualquier culpabilización indirecta.
En la tragedia se trata de la responsabilidad. No responsabilidad por –preposición esta que podría hacer pensar en una idea de causa–, sino fundamentalmente a partir de. En última instancia, en este pasaje se tratará de asumir una pérdida. Así es que el psicoanálisis pudo ver en Edipo una pieza fundamental de su teoría. ¿Qué es el complejo de Edipo? No se trata de la historia de quien quiso acostarse con su madre y matar a su padre; sino de quien (se) perdió por un deseo. Tal vez porque no pudo perder a tiempo su deseo incestuoso.
¿A qué llamamos “incestuoso” en psicoanálisis? Llevan esta calificación los deseos que se encuentran atados a una imposibilidad. No es que estén prohibidos, es que son imposibles. Incluso cuando se los pueda realizar. El psicoanálisis es la experiencia de un fracaso, por el cual es preciso perder ciertos deseos inconducentes para conocer una nueva forma de desear. El psicoanálisis es parte de las prácticas en que es necesaria la pérdida de la inocencia. ¿En qué consiste el fracaso de que hablo?
Si el psicoanálisis destaca la relación temprana con los padres es para determinar que nuestro primer modo de desear tiene una dependencia problemática. En el origen del deseo se trata de una disimetría inconducente, que la diferencia generacional representa. Los deseos edípicos son deseos de los que es preciso “desasirse” –para usar una expresión de Freud. El punto es que este desasimiento no puede darse sin un fracaso, tropiezo o experiencia que deje al descubierto una imposibilidad.
Por este motivo, en el núcleo del psicoanálisis hay una vocación trágica; es como si el postulado básico para hablar del deseo fuera: “Lo que más quisiste, no lo tendrás; tus sueños no están para cumplirse; y no insistas, porque cuanto más te esfuerces en querer imponerle tu afán a la realidad, esta te devolverá su latigazo para que escarmientes”.
De un modo más simple, Andrés Calamaro resumió este postulado en los versos de una canción célebre: “Todo lo que termina, termina mal […] Y si no termina, se contamina más”. ¿Por qué las cosas terminan mal? Básicamente, porque terminan –porque por nuestros deseos es preciso hacer un duelo; pero mucho peor sería que no terminaran: la eternidad no es más que podredumbre agónica.
Llamamos “incestuosos” a esos deseos a los que estamos aferrados y que no queremos perder, pero que conservarlos solo produce pérdidas; entonces, ¿cómo perderlos? Perdiendo la pérdida, es decir, a través de un duelo. Quizás esto dicho así parezca un poco abstracto, pero si tuviera que ilustrarlo con una situación actual, diría: detrás de algunas de las que se nombran como “relaciones tóxicas” hay una disponibilidad hacia un amor absoluto –que se inscribe en condiciones parentales– que solo produce desilusión y maniobras compensatorias que llevan a la degradación personal.
El deseo es trágico porque no puede asumirse de buenas a primeras; porque no está ahí a la espera de un acto que lo realice. Esto último lo convertiría en una fuerza o, a lo sumo, en una potencia; pero el psicoanálisis no piensa dentro de esta matriz dinámica. Lo que importa en esta práctica es la pérdida y los diversos tratamientos que se le pueden dar. Edipo no es un recuerdo de infancia sino una estructura que se expresa en cada una de nuestras fantasías y temores; en un modo de interpretar lo que nos ocurre.
En este punto, no quisiera dejar de hacer una breve observación sobre la diferencia que hay entre el mito de Edipo y ese otro gran mito que se incorporó a la tradición psicoanalítica, el de Narciso. La diferencia crucial está en que en la vida de este último también se trata de la muerte, pero no de asesinato. El de Narciso no es un mito trágico porque incluso poco tiene que ver con el deseo. Narciso muere porque justamente le falta el complejo de Edipo. Si algo tiene el narcisismo es que es mortífero porque para Narciso no hay pérdida y, por lo tanto, le queda perderse a sí mismo en la consagración a su imagen.
Esta observación me permite regresar al comienzo y proponer que si nuestra época está más sujeta a desgracias –si perdimos el sentimiento de lo trágico–, es porque Narciso cobró un mayor protagonismo.
Un filósofo de lo trágico
Ahora bien, para introducir en una noción de lo trágico complementaria de la práctica del psicoanálisis, voy a recomendar los libros de un filósofo poco conocido en nuestro medio, pero fascinante. Me refiero a Clément Rosset, autor de libros célebres como La fuerza mayor, El principio de crueldad, Lo real y su doble, Lo invisible, ensayos todos estos que lo ubican en un lugar inclasificable para el pensamiento actual, porque es una especie de outsider, pero con un rigor sistemático que pocos tienen. Sus libros parecen disímiles, pero giran siempre en torno a un núcleo temático específico: lo que hay no es más que lo que hay y el ser humano desarrolla todo tipo de resistencias para negar su existencia.
Clement Rosset y su libro "La filosofía trágica".
Esto último no lo hace un filósofo pesimista, como Rosset mismo lo dice en su libro Schopenhauer, filósofo del absurdo; al contrario, más bien parece tener cierta alegría, pero al estilo de la nietzscheana. En cualquier caso, para esta reseña me interesa hacer un comentario de sus primeros libros, justamente dedicados a la cuestión trágica.
A los 20 años, en 1960, Rosset publicó su primer libro: La filosófica trágica, ensayo osado y un poco prepotente –cargado con la fuerza de la juventud– que plantea algunas definiciones bien interesantes. Por ejemplo, que lo trágico “es la idea de inmovilidad introducida en la idea del tiempo”; esto quiere decir que lo trágico es un mecanismo, según el cual –cuando entramos en el tiempo trágico– comenzamos por el final: de repente vimos la conclusión de una escena y no hay mucho más que hacer. En lo trágico, el tiempo se trastoca y, en lugar de ir hacia el futuro, se produce una inversión temporal, porque “no hacemos más que regresar de manera lenta pero segura a un pasado determinado, inmodificable”.
Cuando leía estas páginas, se me venía a la mente no solo el final de El gran Gatsby, sino también el relato de muchos pacientes que, en análisis, descubren esta dimensión trágica de la temporalidad, a la que se añade una segunda caracterización: la pérdida de libertad o, mejor dicho, la revelación de esta última como una ilusión, ante la presencia de lo necesario de un acto inevitable. El ser humano es el animal trágico no solo porque persiste en el error, sino porque pudiendo anticiparlo, cede y lo abraza nuevamente, porque puede ser que esté “mal”, pero si no lo hiciera, dejaría de ser quien es.
Narcisismo. La consagración de la propia imagen.
Ahora bien, ¿realmente se trata de pensar que algo estuvo “mal”? Más bien lo trágico –según Rosset– conduce a una suspensión de la moral y a reconocer la contradicción como el valor que destierra a los otros valores. De un modo muy cercano al psicoanálisis, Rosset dice que lo trágico está en el acto en que es imposible elegir de otro modo, cuya consecuencia es inmerecida, pero no deja de estar justificada y, además, llama “goce” a la “inexistencia” de la libertad –al menos si esta es pensada como una elección.
La segunda parte de este ensayo (“La blasfemia moral”) es la que Rosset continuó en el libro, de 1964, titulado El mundo y sus remedios. En la primera sección de este nuevo ensayo vuelve a la cuestión de la tragedia y la vincula con lo real: lo que hay, el ser, es necesario. No quiere decir esto que vivamos en un mundo determinista; más bien el argumento va en contra del planteo que quiere proponer la libertad como límite a la causalidad de los fenómenos de la naturaleza:
“Lo que condena a la libertad humana no es una necesidad que nos obligaría a algo de acuerdo con un esquema determinista, a la manera en que se encadenan los fenómenos […] somos esta existencia anterior a toda causalidad y determinismo.”
Por eso lo necesario de que habla Rosset no excluye el azar. El destino no es lo que iba a pasar, sino lo que no pudo no pasar. ¿No es este el terreno en que, muchas veces en análisis, alguien dice “Yo me la veía venir” –pero no pudo hacer nada? Ocurre entonces lo inaceptable que la moral transforma en algo inaceptado: “Una ciudad es arrasada por un bombardeo: el bombardeo moral denuncia la injusticia. Su novia lo abandona: es una traidora”. El hombre moral –que hoy podría estar personificado por el progresismo– es el ámbito de la queja y la justificación: esto no debería haber ocurrido, dice, pero así no es que niega el acontecimiento, sino que se niega a sí mismo y a su propia capacidad de vivir.
“Toda moral se define a partir de una negación de lo real tal como se ha revelado en la intuición de lo dado”, dice Rosset y aquí podría intercambiarse la palabra real –tan preciada en psicoanálisis– con la de “tragedia”. En este punto, Rosset plantea que la filosofía misma, en su afán de comprensión y esclarecimiento habría realizado una especie de represión de lo trágico. Así llegamos al tercer ensayo que quisiera comentar: Lógica de lo peor. Elementos para una filosofía trágica, de 1971, en el que nuestro autor se pregunta si es posible que una filosofía pueda estar a la altura de la tragedia.
“Lograr pensar lo peor –ese es, pues, el objetivo más general de la filosofía terrorista, la preocupación común a pensadores tan diferentes como los filósofos citados anteriormente [se refiere a Lucrecio, Pascal y Nietzsche]. Esta tarea envenenada apareció a tales pensadores no sólo como tarea única, sino como tarea necesaria de la filosofía.”
Para dar este paso, es preciso hacer una serie de distinciones: lo trágico no es el absurdo o el sinsentido. La perspectiva trágica apunta a la insignificancia y, para ello, afirma el azar irredimible. Como dije antes, Rosset no es un pesimista y aquí vuelve a dar un motivo:
“El pesimista se concede un beneficio: al afirmar la desdicha siempre afirma. Beneficio que se niega el pensamiento trágico: para éste, el ser es impensable, o mejor, ningún ser ‘es’. En este sentido, podemos distinguir dos formas antitéticas de lógica de lo peor: una paranoica cuya lógica es afirmar (lo peor), la otra trágica de la cual lo ‘peor’ es que no afirma nada.”
El hombre trágico es un testigo del azar, al que asume como necesario; mientras que el moralista es un paranoico que interpreta y justifica. En este punto, Rosset propone una suerte de camino purgativo, para dejar de defendernos de lo real –con creencias que se revelan más bien como prejuicios–, con el fin de regresar al suelo prístino de lo trágico, aquel en que las cosas son como son y no podemos decir más que “así es la vida”.
Rosset es un pensador espectacular, que ojalá fuese más leído, no solo por su afinidad con el psicoanálisis, sino por las aristas propias de su trabajo, que también llegan a la estética de la obra de arte y el cine. Quizá sea cierto eso de que todo pensador serio no tiene más que una o dos ideas, a las que les da vuelta de diferentes maneras en diferentes momentos. Esto es algo parecido a lo que ocurre en un análisis, cuando a pesar del tiempo descubrimos que todo lo que teníamos para decir se resume en un tiempo inmóvil y un par de intuiciones.
La tragedia no es algo que ocurra, sino un modo de vivir, para evitar desdichas peores.