La mujer desnuda 16 Dic 2022

Una fantasía insumisa

El cultural | La Razón de México | Federico Guzmán Rubio

No se llamaba Armonía Somers, sino Armonía Liropeya Etchepare Locino. Al publicar su primera novela, La mujer desnuda (1950), lo hizo bajo el seudónimo con el que reconocemos su obra, ajena al canon de su época. Mística y profana, realista y fantástica, perturbadora siempre, Federico Guzmán expone que, acaso sin darse cuenta, la narradora uruguaya cohesionó la estirpe de escritores como María Luisa Bombal, Felisberto Hernández, Alejandra Pizarnik, habitantes con ella de un mundo nebuloso y complejo.

 

No parecerse a nadie en principio no significa nada, pues lo mismo puede ser el síntoma de una mediocridad original que una extravagancia de catálogo. Pero no parecerse a nadie, si esto implica originalidad de estilo y una sensibilidad que crean una forma de ver el mundo que quiebra la nuestra, como ocurre con la uruguaya Armonía Somers (1914-1994), es ya otra cosa.

No se trata de parecer nuevo por el gusto de serlo, sino que la experimentación responde a la necesidad de expresar algo inédito y para colmo confuso. Y si leerla ahora resulta sugerente y desconcertante, haberla leído en el Uruguay de los años cincuenta del siglo pasado, cuando se publicaron su primera novela y su primer libro de cuentos, debió de ser una experiencia cuando menos perturbadora.

Lo sigue siendo, de hecho, porque, aunque las sociedades cambien y se vuelvan más abiertas, aunque la literatura evolucione tomando lo mejor de los experimentos de cada época y los lectores se vuelvan más escépticos y menos asustadizos, hay libros que, como los de Somers, conservan su potencial desestabilizador.

Me arrepiento de lo escrito en el párrafo anterior. Es verdad que cuando se publicaron sus primeros libros no se parecían a nada, pero a partir de ellos, Somers creó una nueva rama de la literatura rioplatense, cuyos miembros, sin ella, hubieran permanecido dispersos y desconectados, sin concretar su afinidad por falta de un centro definitorio. En este pequeño universo oscuro y nebuloso, con claras reminiscencias del no casualmente uruguayo Conde de Lautréamont, orbitan la furiosa Marosa di Giorgio y sus Papeles salvajes, la Pizarnik de La condesa sangrienta, la Silvina Ocampo más cruel, la fundacional María Luisa Bombal, el Felisberto Hernández de “El balcón” y quizás, como un último suspiro verborreico, el Mujica Lainez más decadente. Y si afirmo que Somers se encuentra en el centro de este universo es porque en ella, paradójicamente, el misterio aparece más nítido, la locura más sistematizada y la ambigüedad más clara, y es ella la que le da un aire de familia a la genealogía más misteriosa y maldita de la literatura latinoamericana.

LO QUE CARACTERIZA ante todo a dicha genealogía es una atmósfera de casona en ruinas y bosque encantado, por donde deambulan seres marginales, locos, monstruos y mujeres “con aroma a neblina” que dieron la espalda a la sociedad persiguiendo una libertad que les será cobrada cara, siempre en busca de un sitio donde “contemplar el cielo sin necesitarlo”. Así sucede, por supuesto, en los cuentos y las novelas de Somers, cuyos protagonistas atraviesan bosques mientras son perseguidos, cazados más bien, por haber cometido una afrenta que rara vez va más allá de haber querido ser libres, y que culmina con una transgresión más profunda, en la que se mezclan lo místico y lo profano, lo real y lo fantástico, lo político y la ensoñación, además del erotismo, el terror y la ternura.

Un ejemplo perfecto de este proceso es “El derrumbamiento”, que da título a su primer libro de cuentos (1953): a un negro que es fugitivo se le aparece la virgen justo antes de morir. Pero la aparición, en lugar de dar pie a una escena piadosa —o quizás lo es, en los términos de Somers—, desencadena un encuentro erótico entre el negro y la virgen en el que, por si fuera poco, él la cuestiona y ella confiesa su impotencia.

Pero, sin duda, donde mejor aparece delineado este esquema es en su primera novela, La mujer desnuda, publicada en 1950 y que originó un escándalo en la mojigata sociedad uruguaya de la época, por inmoral, y en los realistas círculos literarios montevideanos, por fantástica. Consciente de lo que sucedería, la autora la publicó con el pseudónimo con el que hasta ahora la conocemos, pues de haberlo hecho con su nombre, Armonía Liropeya Etchepare Locino, su carrera profesional como maestra y pedago-ga se hubiera visto comprometida.

LOS ESCENARIOS donde ocurren los hechos son los que ya hemos mencionado; allí está la vieja casona, ahora una estancia en el campo, y sobre todo un bosque oscuro y amenazante (“Los árboles le habían nacido de golpe, apretados, negros y con un cuchicheo que se hizo como la suma de todos los alientos sobre su rostro”), pero asimismo maravilloso y luminoso (“Las estrellas, amontonadas cual si se soldasen por las puntas, brillaban demasiado lejos”). Y la anécdota no puede ser más extraña y simbólica: Rebeca Linke, el día en que cumple los treinta años, juzga que “había llegado quizá el momento preciso en que cada uno deba vivir su acontecimiento propio”, para lo cual viaja al campo con ánimo de reencontrarse a sí misma, reflexionar sobre su vida y quizás dar un cambio a su trayectoria.

Y vaya que el cambio es radical, pues casi de casualidad, por no tener mucho que hacer, al ver una daga que funciona como separador de un libro sobre el buró, decide decapitarse. Lo más insólito de la escena, sin embargo, es que se narra con completa na-turalidad, sin el menor sobresalto ni efectismo, como si se estuviera describiendo una acción cotidiana: “La cabeza rodó pesadamente como un fruto. Rebeca Linke vio caer aquello sin alegría ni pena”. Cuando parece que ya no puede pasar nada más raro y violento, aunque apenas se hayan leído unas cuantas páginas de la no-vela, empieza realmente lo inexplicable, pues la mujer ahora decide, ante una predecible hemorragia, volver a colocar la cabeza en su sitio:

Se hacía, pues, impostergable volver a lo anterior, tornar a echarse el pensamiento encima, construir de nuevo el universo real con las estrellas siempre arriba y el suelo por lo bajo, según esquemas primitivos. En eficaz maniobra, la mujer decapitada tomó su antigua cabeza, se la colocó de un golpe duro como un casco de combate.

Ya con la cabeza otra vez en su lugar, la novela adquiere una velocidad sensual y entra en una atmósfera a medio camino entre el cuento infantil, el relato pornográfico (insinuado y evocado, por las inevitables restricciones de la época) y la narración de terror.

La mujer vaga desnuda por el bosque encantado, convertida en una mezcla de ninfa, hada y amazona, sin ninguna dirección concreta, por el simple gusto de perderse entre el bosque como modo de festejar su muerte y resurrección. En este camino se topa con toda clase de hombres —leñado-res, unos mellizos, un cura—, quienes la desean pero le huyen, aterrorizados de ver encarnarse frente ellos sus más irreales fantasías, de pronto accesibles. Esto no evita que no se concreten algunos momentos eróticos, rodeados de perversidad, pero también de una ternura única: la de quien encuentra, entre la magia, la noche y la represión, la posibilidad de la caricia. Por supuesto, el rumor de que una mujer desnuda anda recorriendo el bosque se vuelve insoportable para los habitantes de las aldeas, quienes salen a cazarla como siempre se hizo con las brujas o los esclavos que huían hacia su libertad.

EL SIMBOLISMO Y LA CARGA POLÍTICA del libro, en una envoltura fantástica que más de un distraído leyó como literatura de evasión, son claros: es necesario renunciar violentamente a todo, incluso a uno mismo y a su vida anterior, para liberarse y empezar a vivir realmente. Rebeca Linke, en su bosque mágico, al fin logra desprenderse de la moral y darle así prioridad al deseo, lo que realmente importa. En un momento dado, cuando la acción se toma una pausa y Linke tiene tiempo de meditar en lo que ha hecho y sigue haciendo, se afirma: “Qué invento inútil la conciencia, pensó”.

Pero la liberación no es sólo personal, lo que reduciría la carga emancipatoria de las andanzas de Rebeca y de la novela; con su ejemplo, los habitantes de los bosques empiezan a cuestionar sus propios límites y censuras, y contemplan la libertad como una elección viable: “Ella era libre para su propio desnudo, en eso no iban a surgir discusiones. Pero la libertad individual del acto en sí arrastraba a cada cual a pensar en la imposibilidad de la suya”. Esto da como resultado el quiebre del orden ya no sólo social, sino sobre todo moral de los pobladores, lo que confirma que, más que urdir una fantasía sin consecuencias, Somers pretendía, y sigue pretendiendo, cuestionar el orden establecido: “¿Ella, desnuda y desposeída, había sido quien encendiera ese infierno? ¿O era el que cada uno llevara dentro lo que la utilizaría como estopa?”.

Toda esta historia fantástica, hasta las acepciones más radicales del término, se narra en una prosa que, a falta de un adjetivo más preciso, me resigno a calificar como misteriosa. En Somers, el adjetivo es inesperado; la oración, breve y contundente en su rareza, y la metáfora o la imagen, sorpresivas y exactas. La uruguaya sabía que la realidad no podía alterarse sin alterar el lenguaje y sus connotaciones, que el orden de las cosas no podía romperse sin romper el orden de las palabras, y que la manera en que entendemos el mundo no podía anularse sin crear una nueva sensibilidad, es decir, una nueva manera no de interpretar lo real, sino de experimentarlo y de sentirlo. Este camino pudo haber desembocado en la palabrería más nimia y estridente de las vanguardias, pero en su caso derivó en un estilo poético que fusiona tristeza y sorpresa, al igual que violencia y melancolía, como se aprecia en la escena final, que describe así el cadáver de Rebeca Linke: “Flotaba boca abajo, como lo hacen ellas a causa de la pesantez de los pechos. Fuertemente violácea en su último desnudo, en su definitivo intento de justificación sobre el féretro deslizante del agua”.

Otro rasgo destacable en La mujer desnuda y en toda la obra de Somers es su maravillosa ambigüedad. En última instancia, no sabemos si lo que se nos narra sobre Rebeca Linke es lo que realmente ocurrió desde un punto de vista fantástico, si son sus fantasías en el contexto de un viaje de reflexión o si se trata de un ataque de locura. Después de todo, mucho se ha escrito sobre si Armonía Somers es realmente una autora fantástica. Dicho debate no debe verse como una estéril discusión entre académicos necesitados de nuevas tipologías, sino que plantea preguntas más sugerentes, como si la locura, la imaginación y las fantasías sexuales pertenecen a la más estricta realidad o al terreno de lo irreal y del deseo. Esto queda también manifiesto en uno de sus cuentos más famosos, quizás mi preferido, “El hombre del túnel”, incluido en La calle del viento norte (1963).

Como en muchos de sus relatos, los tiempos se mezclan y es complicado establecer una cronología exacta. La técnica se asemeja al fluir de la conciencia, aunque Somers suele evitar la primera persona, pero el narrador se ve afectado por la confusión del personaje, en un prodigioso uso del estilo indirecto libre que funciona como un remolino que atrapa y ya no deja ir al lector. En este caso, el cuento se inicia con una escena confusa, en la que una niña de siete años, al salir de un túnel en el que estaba jugando, se topa con un enigmático personaje.

Pronto la narración da un giro inesperado y empieza a hablarse de violación, aunque no queda claro si ésta se cometió o si más bien se trata de la acusación del pueblo hacia un vagabundo. Sin embargo, el extraño personaje se le sigue apareciendo a la mujer a lo largo de su vida, hasta llevarla a la muerte. Así, los sentidos del cuento se multiplican, y puede interpretarse como el trauma producido por una violación infantil o como la locura derivada de una sociedad paranoica, hipócrita y reprimida. Si los hechos resultan ya trágicos y perturbadores, lo son aún más gracias al estilo de Somers, en el que la crudeza y la poesía imposiblemente se encuentran.

AL HABLAR DE ARMONÍA SOMERS se suele insistir en que la sociedad en que escribió no estaba preparada para su literatura; sin embargo, es más bien “una escritora venida del futuro”, como apunta Alejandra Amatto en una recientísima edición de la UNAM de “El derrumbamiento”. Ese futuro, claro, no debe entenderse como el relativo al Uruguay de mediados del siglo XX, sino al nuestro. Que ahora sea más fácil leer a esta magnífica autora fuera de Uruguay, gracias al rescate de su obra que emprendió el sello porteño El Cuenco de Plata y a la publicación de sus cuentos completos en la madrileña Páginas de Espuma, no significa que estemos preparados para ello. Nunca se está preparado para leer a Armonía Somers. Pero ya que por cobardía uno no se atreve a convertirse en uno de sus personajes, le queda el consuelo de leerla y así, aunque sea por unos instantes deliciosos y difíciles, habitar su mundo prohibido e irrepetible.