La tierra baldía 16 Dic 2022
Revista Ñ | Federico Romani
Una nueva traducción de La tierra baldía, el celebrado poema narrativo del autor norteamericano, Premio Nobel de Literatura en 1949. La excelente versión y las notas son de Pablo Ingberg.
Lo primero, en un mundo que comenzaba a ver cómo las fronteras entre naciones se transformaban en trincheras, era mantenerse vivo. En Londres, en 1913, la preocupación principal de Ezra Pound (que era secretario de W.B. Yeats, estaba conectado al ambiente literario de Europa y Estados Unidos y todavía caminaba lejos de la locura) era lograr que varias promesas de la literatura no se murieran de hambre.
Ese mismo año Pound había conocido a James Joyce –a quien ayudó a publicar por entregas su Retrato del artista adolescente– y al año siguiente se cruzó con T.S. Eliot, que le dio a leer un borrador de su “Canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Mientras leía y corregía esos papeles, Pound recorría revistas y editoriales tratando de encontrar trabajo para sus autores, y golpeaba a las puertas de mecenas y coleccionistas rogando por becas y subsidios que los mantuvieran creativos y les permitieran comer tres veces al día.
Thomas Stearns Eliot (Missouri, EE.UU., 1888-Londres, 1965) había recalado en la capital británica para después estudiar en Oxford cuando la Primera Guerra Mundial lo varó allí y le dio la excusa perfecta para no regresar a su país, donde el mandato familiar lo direccionaba inevitablemente hacia una vida académica en Harvard.
En los archivos de aquella Universidad quedará para siempre una tesis presentada pero nunca defendida, signo de un deseo de cortar raíces que, mientras el conflicto mundial escala, aísla al poeta geográfica y psicológicamente. Lejos de su patria, la mente de Eliot se convierte en un espacio escasamente aireado, y en el que las influencias simbolistas y las torsiones y transformaciones de la lengua elevada comienzan a delinear un paisaje nuevo pero aún borroso, como visto a través de un vidrio percudido.
El círculo que rodea a Eliot impresiona por su carga de futuro: Conrad Aiken, Wyndham Lewis, Bertrand Russell, James Joyce, Leonard y Virginia Woolf, todos fueron testigos de su vida retraída, huidiza y escasamente social. En 1917, luego de trabajar algunos años como docente en escuelas secundarias de Londres y sus alrededores, se sentó en una oficina del Lloyds Bank de la que no saldría hasta 1925.
Ya se había casado con Vivien Haigh-Wood (una inglesa de su misma edad a la que había conocido en una fiesta y con la que conformaría, en palabras del propio Russell, un matrimonio “difícil”) y comenzaba a experimentar esos vaivenes nerviosos que lo atacaban sorpresivamente cuando –según consta en su correspondencia con Aiken– se encontraba “solo, perdido en alguna ciudad”.
La angustia personal que Eliot trajo consigo desde Estados Unidos necesita de un nuevo lenguaje para florecer en imágenes. Sus visiones embrionarias están reinterpretando los índices de alienación urbana en medio de la multitud (que van de Poe a Benjamin), pero tocados por las cegueras químicas y las inflamaciones de la carne y la mente que llegan desde los campos de batalla de Europa.
Londres se vaciaba de jóvenes militarmente movilizados y el propio Eliot había intentado alistarse en el ejército mientras algunos de sus contemporáneos y conocidos (como Pound y Lewis) sacudían los ánimos bélicos y ponderaban la guerra con un vocabulario y una imaginación excitada que se corrían hacia los márgenes de la representación establecida. Algo parecido hacían los futuristas en Italia, mientras las bombas y las ráfagas de metralla descargaban en fragmentos todo un universo de relatos y representaciones partido al medio por las aguas del Atlántico.
En 1921, Eliot sufre una crisis nerviosa culminante que lo aleja de su puesto en el Lloyds Bank durante tres meses. Entre Londres y París, mientras su matrimonio se cuartea y las angustias económicas le ajustan el lazo al cuello y le estropean el ánimo, Eliot toma el método “mítico” que Joyce había empleado en el Ulises y utiliza ese recurso estructural para captar el pandemonio de la vida contemporánea, el infierno hirviente de la vida industrial filtrado por múltiples trayectos de pensamiento que combinan la carga de conceptos y metáforas de los poetas metafísicos ingleses, el ánimo abismal de Dante y un sentido del montaje y la superposición que es netamente cinematográfico.
Juzgado como inentendible y desordenado al momento de su aparición, La tierra baldía transformaba en combustible aquello que se señalaba como su defecto: la barbarie de la guerra había cancelado el sueño iluminista, y ahí donde fracasó la razón se abre el infierno para-romántico del caos intemporal, en el que las imágenes se superponen, se desafían e, incluso, se destruyen entre sí.
El monólogo central del poema está llevado por un ciego, Tiresias, vidente y mediador entre los dioses y los hombres, al que Eliot resitúa en el horizonte contemporáneo como guía y espectador, como víctima y testigo. Buda y San Agustín son, también, referencias que enmarcan y potencian la polifonía de voces. Si la edición original del poema de Eliot incluyó un cuerpo voluminoso de notas sólo para alcanzar y justificar el formato “libro”, resulta obligatorio detenerse con especial atención en las que Pablo Ingberg sumó a esta nueva edición, que son de su autoría y aprovechan años de investigación, lectura y sucesivas traducciones para dejar en claro que el ida y vuelta practicado por Eliot entre distintas fases culturales y su apego y cuidado por la musicalidad y precisión del lenguaje sólo podía ser comparado con lo que el propio Pound imaginaba por entonces para sus propios Cantos.
Por otra parte, para quien conozca traducciones anteriores del poema, las bienvenidas superaciones y soluciones de Ingberg se harán notar enseguida. A modo de ejemplo, baste señalar que en “El Sermón del Fuego”, ahí donde antes se leía “Dulce Támesis, fluye suave hasta que termine mi canto, dulce Támesis, fluye suave, que no hablaré alto ni abundante”, ahora podemos entonar “Fluye suave, buen Támesis, hasta el fin de mi canto. Fluye suave, buen Támesis, pues no hablo alto ni tanto”. Queda para el gusto personal la elección por una u otra alternativa, pero la nueva traducción coloca bien al frente una preocupación por el sonido que es digna de destacar.
El concepto de Tierra Baldía es ultramoderno (el cine y los cómics, de la saga de Mad Max a los deformes universos del ilustrador Richard Corben, se lo apropiaron con ganas), pero en la primera posguerra del siglo pasado, cuando Eliot pintó ese lienzo plagado de zombis que entran y salen de las fábricas y los pozos de soledad e incomunicación abiertos por el “fracaso universal del valor” (en palabras del crítico Harry Levin), el horizonte de extinción necesitaba una forma y un vocabulario específicos.
Joyce liberó una cascada de lenguaje ahí donde Eliot se recluyó en la armadura del verso que, aunque libre, juega con un recorte de situaciones (el “fuera de campo”) en el que la angustia y el terror se potencian a fuerza de permanecer incógnitos y afiebrados. Poco antes de que iniciara aquella licencia médica de tres meses que marcó el camino inicial de “The Waste Land”, Ezra Pound había deslizado entre sus conocidos la idea de que si no lograban sacar a Eliot de Londres su salud mental corría el grave riesgo de desquiciarse para siempre. En una clínica psiquiátrica de Suiza nació buena parte del poema que trae consigo la modernidad de un mundo modificado por la violencia y el espanto, como si Eliot hubiera tenido que alejarse de sus dos patrias (Estados Unidos e Inglaterra) para ver mejor la clase de aquelarre que podían alumbrar, juntos, el fin de la épica moderna y el levantamiento del cono de sombras del fin de la civilización.
En comparación, la posición de Eliot terminaría siendo un privilegio pírrico. Ezra Pound sería tragado por la demencia fascista un poco más tarde, mientras la historia de la literatura le reservó a T.S. Eliot el lugar privilegiado, nunca cómodo, de aquellos que pudieron ver y sentir mucho más allá de la época que les tocó atravesar.