El niño de Ingolstadt 20 Jul 2022

El niño de Ingolstadt

El diletante | Manuel Crespo

 

Aunque sean otros los sentidos involucrados, aunque ni siquiera sea una cosa de los sentidos, lo primero que salta a la vista cuando se lee a Pascal Quignard es cierto despliegue de atmósfera. En sus libros ─especialmente en los que integran la serie Último reino─ siempre parece ser de noche. Quignard está frente a nosotros, bajo una luz amarilla, escribiendo a mano. Somos testigos del goteo que mente y lapicera ejercen sobre el papel. Quignard escribe lento pero seguro: eso también se siente. Que la vivencia de la lectura amplifique su intelección es uno de sus propósitos más notorios, así como un desafío extra para sus traductores, en este caso Silvio Mattoni, que sale del entuerto con la ropa intacta.

Pero, ¿qué escribe Quignard? A modo de respuesta, una frase de El niño de Ingolstadt: “El escritor amontonaba fragmentos sin pies ni cabeza, sueños, breves escenas de teatro, súbitas lecciones de tinieblas, réquiems ateos, pensamientos, enigmas, cuentos”. Con todo ello, más los juegos etimológicos que saturan la página, el nacido en Verneuil-sur-Avre va liberando su constelación de duermevela, refutándose para avanzar, discutiendo consigo mismo con el convencimiento de quien sabe que el diálogo verdadero recién ocurre cuando se empieza a hablar solo.

Si bien los elementos que se disparan son los de siempre ─la mistificación del lenguaje, la mistificación del sexo, lenguaje y sexo mistificados─, en sus últimas ediciones los temas de Último reino vienen precisándose con una velocidad fantasmagórica, camuflada bajo el espejismo de la recurrencia estilística. Algo lleva un tiempo coagulándose al interior de la escritura de Quignard. De los ramalazos incandescentes de Las sombras errantes a las disquisiciones amorosas y existenciales de Vida secreta y Morir por pensar, sus libros han ido ganando claridad ─la clarividencia ya la tenían─, al punto de que ahora hasta explicitan lo que persiguen.

“Consagro este tomo X a 'la atracción' de todo lo que es falso en el arte y en el sueño”, dice uno de los capítulos inaugurales de El niño de Ingolstadt. “La imagen falta desde su pasado sin presente. La imagen se remonta muy lejos antes de los hombres y del lenguaje simbólico que se esfuerzan por adquirir después de que nacieron”. O sea: el tiempo arcaico, fetal, sin cultura, que palpita durante el instante precioso que la razón tarda en dictar sobre la mirada. Tan fraccionaria como dirigida, la prosa de Quignard emulsiona filosofía, historia, crítica y psicoanálisis sin combatir la paradoja del ejercicio intelectual. La contradicción es prueba. El fracaso del abordaje con palabras señala que el mundo previo e intocable sí existe, sí está, sí es.

El niño al que refiere el título viene de un lied del siglo XVI que compuso Hans Sachs y que retomaron los hermanos Grimm, y al que por algún motivo Quignard le quitó el adjetivo “muerto”. El niño muerto de Ingolstadt se resiste a morir. Su mano, la que usó para golpear a su madre, brota fálica de la tierra todavía blanda: “En el duelo que ocurre entre la madre y el hijo [...] el niño pierde (el niño muere) pero el niño gana: más allá de la muerte sigue levantando la mano (Sachs), sigue levantando el brazo (Grimm). No transige. Reclama para siempre”. La pulsión antigua, fuente de todo lo que la civilización después ahueca y percude, resuena testaruda mientras su eco roza las superficies del arte y del sexo, y ahí se queda.

Quignard no sólo se vale de obras infantiles; abreva además en las pinturas rupestres, los banquetes sacrificiales, las naturalezas muertas. Sobre estas últimas, tras acusarlas de tornar “falso, lúdico, decorativo” aquello que supo ser señuelo de cazadores, huella de una realidad exenta de representación, dice que igual guardan una especie de sedimento, “vestigio de un culto alimentario a los muertos que comen muertos en las cabezas de los muertos”.

Hay también largos pasajes dedicados a Jean Rustin, pintor figurativo que falleció en 2013. Leer lo que Quignard tiene para decir sobre los dibujos eróticos de su amigo artista, llenos de personajes extáticos y despavoridos, y a la vez invocar esos mismos dibujos y personajes en el buscador de Internet es una experiencia difícil de procesar, que sólo ilumina las ideas hasta detenerse en cierto borde, el que podemos permitirnos, la frontera todavía invencible. Un abismo nos separa de “esos estados-límites de las formas”. El espacio desnudo, pretérito, se revela, por un microsegundo insuficiente, justo donde retumba la décima lección que Quignard insiste en comunicarnos: cerrar los ojos, dejar de ver, ver.