Mont Plaisant 18 Sep 2022

Trilogía de la vida

Radar Libros | Página 12 | Demian Paredes

La novela Mont Plaisant -que acaba de publicar El cuenco de plata en Argentina- del camerunés Patrice Nganang forma parte de una Trilogía de África junto con La estación de los ciruelos y Huellas de cangrejo, que se prometen para más adelante.

 

África, un vasto continente, siempre explorado y explotado, es parte integrante y sufriente de la “moderna historia” de los últimos dos siglos, y aún antes: colonialismo y geopolítica, imperialismo y guerras, luchas por la soberanía nacional e “independencias” formales, nominales, apartheid y riqueza expropiada en los campos y las ciudades, y una impresionante e inabarcable, valiosa cultura, tal como la celebra el brasileño Gilberto Gil en su tema musical “La renaissance africaine”, cantando sobre su fuerza, dignidad y danza. Y, aún así, es un continente con países muy desconocidos. En literatura, obras como las de Doris Lessing y J. M. Coetzee estuvieron entre las más difundidas del siglo XX, además del nigeriano Wole Soyinka, el primer africano en recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1986, con una profusa obra de narrativa, teatro y poesía; y premiaciones más recientes: el Goncourt otorgado al joven senegalés Mohamed Mbougar Sarr, por su novela La más recóndita memoria de los hombres (2021), y el novelista de origen tanzano Abdulrazak Gurnah, con el Nobel de Literatura en 2021. Ahora, la editorial El cuenco de plata publica Mont Plaisant, novela del camerunés Patrice Nganang. Con traducción de Javier Ignacio Gorrais, es la primera entrega de una Trilogía de África que El cuenco anuncia que continuará editando, con La estación de los ciruelos y Huellas de cangrejo.

De Nganang ya se había publicado su novela Tiempo de perro. Crónica animal, aparecida originalmente en francés en 2001, y en 2010 en castellano por el sello El Aleph, dedicada al escritor y activista congoleño Muepu Muamba. El libro comienza con una presentación directa: “Soy un perro”, para continuar explicando: “he hecho mías las palabras de los hombres. He digerido las construcciones de sus frases y las entonaciones de sus palabras. He aprendido su lenguaje y coqueteo con su modo de pensar. Me he acostumbrado incluso a la arrogancia de sus órdenes”. Un singular narrador para la singular historia de Madagascar, barrio de Yaundé, la capital de Camerún, en 1980 y 1990: los llamados “años de brasa”, de crisis y decadencia económica. Y en Antología. Escritores africanos contemporáneos (2018), de la editorial argentina Empatía –enteramente dedicada a la literatura contemporánea de África–, donde hay once relatos, y uno, “El hombre del bigote”, pertenece a Patrice Nganang.

Con una educación en Camerún y Alemania, y un doctorado en Literatura comparada, Nganang es novelista, poeta y ensayista, con una quincena de títulos publicados. Maneja varias lenguas, el francés, el inglés, el alemán y el medumba, un dialecto bamileke, y es activista desde su juventud universitaria, durante la década de 1990, tras la caída del Muro de Berlín. Desde los años 2000 se incorporó como profesor a instituciones norteamericanas, y tras hacer un viaje estuvo preso en su país de origen durante casi un mes, a finales de 2017, acusado de “injurias”, “ultraje” y “amenazas” al jefe de Estado camerunés. ¿Qué había hecho? Había visitado una región en crisis “de integración”, entre zonas anglófonas y francófonas. Nganang observó, escuchó, pensó y escribió sobre la cuestión. Sólo dos publicaciones, una en la revista Jeune Afrique, y otra un posteo en su cuenta de Facebook, bastaron para que lo detuvieran en el aeropuerto de Duala, por orden del régimen de Paul Biya (presidente de Camerún ¡desde 1983!), cuando el escritor debía abordar un avión rumbo a Zimbabue. De inmediato, se desarrolló una campaña internacional por su libertad, especialmente fuerte entre escritores africanos, de inédito y rápido éxito, con Nganang liberado. Luego, en una entrevista publicada en el portal web Wiriko, recordó con gracia el final del episodio, con su expulsión del país: “¡abandoné Camerún en un comitiva presidencial, con guardaespaldas, escolta, moto delante y sirena!”. Continúa viviendo en los Estados Unidos.

Mont Plaisant es una novela apoyada en la historia, incluso acompañada de documentos, como las dos imágenes que aparecen al comienzo del volumen: una foto de niños bamum, y un mapa del “Camerún alemán” (1909), cuyas fuentes son los Deutsches koloniales Bildarchiv, y Das deutsche Kolonialreich, respectivamente. Dos resumidas carillas con el título “Algunas anotaciones importantes sobre Camerún” dan cuenta de que el país fue conocido por navegantes al menos desde el siglo VI; que en el siglo XV fue explorado por los portugueses, y que hacia fines de 1800 se transformó en un “protectorado” de los alemanes. En 1914 Camerún será escenario de los combates de las potencias beligerantes. En 1916, el Camerún alemán será repartido entre las potencias vencedoras, quedando una parte bajo ocupación inglesa, y, la otra, francesa. (La Sociedad de las Naciones será cómplice de esta ocupación colonial al confiarles a Francia y Alemania “la administración” de Camerún). Recién hacia 1960 –Segunda Guerra Mundial mediante– se podrá independizar el país de sus dos ocupantes. Una larga existencia de lucha, esperanza y sufrimiento, que se mantiene en el presente. Patrice Nganang anuncia después de ese breve recuento que se narrará, entonces, la historia de Njoya, de Charles Atangana, dos personajes de la historia, la política y las culturas africanas de comienzos del siglo XX, “y de Sara, hija de su madre”. Y, con un epígrafe de Oscar Wilde, se anuncia el sentido de la obra: “El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”.

EL MAR DE LAS HISTORIAS

La historia del libro comienza con una búsqueda, ambientada en nuestro presente: la de Mont Plaisant, fabulosa residencia que contiene miles de historias, por parte de un personaje femenino, coprotagonista de la novela, que regresa desde los Estados Unidos a Camerún para investigar. Siguiendo pistas, se dirige a Nsimeyong. Y comenta: “El suburbio no tenía nada que ofrecerme, salvo los rostros familiares de una ciudad privada de futuro, sofocante bajo la seca estación, con sus muchachas que depositaban toda su confianza en los cybers para echarse a volar hacia un hipotético ‘hombre blanco’ y sus muchachos que acudieron todos a mi seña, porque tenía el aspecto de una recién llegada”. Estos muchachos la llevan ante una anciana, ya octogenaria, quien por algo fortuito rompe su mutismo de décadas, sorprendiendo, y explica que sólo quedan apenas dos ladrillos de aquella construcción que busca (y que fuera residencia de “una vibrante comunidad de artistas reagrupada durante los años treinta”), y varias cosas más: ella misma fue, a los nueve años, entregada –a la fuerza– como nueva esposa para el sultán, en Mont Plaisant, en manos de Bertha, ex esclava devenida “primera esposa” y “capacitadora” de las cientos de mujeres que poseía el monarca en su harén; y transformada luego, casi de inmediato, en un “él”, en un niño –por parecido, en reemplazo de un hijo perdido–, en otro episodio que ella recordará y relatará. “A partir de esa primera visita, yo esperaba que Sara, que había recuperado su voz perdida, supiera formar quizá palabras lo suficientemente sólidas para reemplazar los muros de Mont Plaisant que no habían sobrevivido a la muerte de sus constructores”, especula y se ilusiona la protagonista.

Y esta-este “Sherezade” de Camerún comienza sin cesar, a referir sus historias, al igual que la misma protagonista investigadora-narradora: toda clase de anécdotas, episodios y sucesos reaparecen y se entrelazan, con sus azares y coincidencias, abarcando la historia de Camerún, del África, y del globalmente convulsionado comienzo del siglo XX. Se vive, se oye o se sabe, o se atan cabos y especula: “la caída del sultanato bamum fue más bien decretada el 13 de abril del 1903, cuando el propio Njoya, con un plato de huevos en la mano, fue a darle la bienvenida a un tal teniente Hirtler –¿cómo olvidar ese horroroso nombre?–, en las puertas de su capital. ¡Ah! ¿Sabía el sultán, que entregaba a su corte a una serie infinita de calamidades? Primero: el teniente hizo hervir los huevos que recibió como ofrenda y los comió con sus hombres; segundo: una vez en la corte real, el estúpido oficial fue a sentarse en el trono del sultán, el Mandu Yenu, que, creía, siempre había esperado su trasero colonial. De acuerdo: Sara no podía conocer las peripecias de esa vergüenza, 1903, 1914, 1931... ¿Cómo habría sido posible? Estábamos en el año 2000”.

Capas y capas sedimentadas de historia de colonialismos y violencias, pueblos, etnias e individuos movilizados, y también proyectos culturales de (utópicas) lenguas abarcativas y plurales, dramas familiares y búsquedas artísticas, vidas y destinos en los que, como se anuncia en un capítulo titulado “Una historia decididamente dispersa”: “Cada uno de nosotros es un caleidoscopio de su tiempo”. Mural, patchwork, mosaico, fresco histórico-social: posibles denominaciones para lo que caracteriza una sutil, delicada y sensible, imaginativa y proliferante narrativa –tanto en Tiempo de perro como en Mont Plaisant– conformada por innúmeras voces, entrelazadas, entretejidas. Combinatoria de relatos y más relatos con vivencias y episodios, sentimientos y deseos, con abundancia de características y aspectos y facetas de lo vivido y disfrutado, padecido y sufrido.

La narradora, que recibe esas voces e informaciones, reelabora y relata sobre Sara, Nebu, Bertha, Atangana y decenas de personajes más, dice: “Imaginé a Njoya esforzándose por seguir las historias que salían de la boca de los traductores, las doscientas lenguas –y más– de nuestro país, que explotaban como fuentes infinitas de relatos”. La historia, con sus archivos y documentos, sí, pero especialmente el cuerpo, también, como una memoria, que relata, en aras de recuperar el tiempo vivido, entre pequeños y grandes acontecimientos, para intentar forjar una personalidad, una identidad, y, también, un ambicionado porvenir.

El final del volumen contiene los tradicionales “Agradecimientos y fuentes”, en donde el autor advierte que, “para entrar en conversación con ese mundo de pictogramas, de fonemas, de palabras, de letras y de libros; para revivir los alfabetos lewa y akauku era necesario cambiar el destino de muchos personajes y fechas” –aunque se enojen familiares de personalidades ilustres– con el objetivo de “ser fiel a la verdad de la ficción”; aclarando que el volumen “no es una tesis de historia, sino un trabajo de la imaginación”. “Libro de libros”, realizado a lo largo de tres años, se lee que es un “homenaje a todas las antiguas bibliotecas de África”.