El cine según François Truffaut 23 Oct 2025

Duelo de titanes

La Agenda BA | Quintín

Dos libros recién publicados permiten entender las diferencias profundas que terminaron separando a Godard de Truffaut. Para todo cinéfilo, además, es una nueva ocasión de hacerse la vieja pregunta: ¿A quién querés más, al primero o al segundo?

 

 

El cuenco de Plata acaba de publicar, casi simultáneamente, un libro de Truffaut y otro de Godard. En realidad no se trata exactamente de "un libro de Truffaut" ni de "un libro de Godard" en el sentido de que ellos lo hayan escrito. El de Truffaut es una recopilación de entrevistas que dio a lo largo de su carrera y que Anne Gillain, una especialista en la obra del director, cortó y agrupó en función de cada film. Así, hay un capítulo por película, precedidos por otros tres dedicados respectivamente a la infancia de Truffaut, a la Nouvelle Vague y a la política de los autores, además de tres balances que se intercalan en la filmografía y recogen respuestas más generales. Gillain hizo un trabajo excelente y minucioso que, a lo largo de casi cuatrocientas páginas, da cuenta de todo lo que Truffaut pensaba sobre el cine y de cómo planeó, rodó y editó cada una de sus películas.

El libro de Godard no podría ser más distinto y es el resultado de un proyecto inconcluso: la producción de una serie de cortos dedicados a la historia del cine y de la televisión que partieron de una serie de encuentros de Godard con el público en el Conservatorio de Arte Cinematográfico de Montreal. A lo largo de siete viajes que hizo a Canadá en 1980, Godard proyectaba cada día fragmentos de películas de otros directores y una propia para luego dialogar con los espectadores. El libro es el contenido de esas charlas, ilustradas por bellas fotografías de grano grueso elegidas por Godard. Como el dinero se terminó, el proyecto quedó trunco y se redujo al libro.

Aunque no exactamente, por dos razones opuestas. La primera es que las charlas de Montreal y las reflexiones de Godard sobre la historia del cine son el embrión de las Histoire(s) du cinéma, los 266 minutos cuyo formato inicial fue una caja de DVDs que Godard produjo entre 1989 y 1999, una película única y, probablemente, la obra cumbre de su carrera. La otra razón es que la grabación, aparentemente de baja calidad, contiene no solo repeticiones sino balbuceos y frases que Godard no termina de enunciar o acaso no se escuchan enteras. Tanto es así que en abril de este año se publicó en francés una edición con más de 600 páginas de la Introducción (el doble de la anterior) organizada por Nicole Brenez y con nuevo material. La edición de Cuenco de Plata es una traducción de Guillermo Piro de la primera versión francesa. Piro hizo un ímprobo esfuerzo por corregir errores del original pero respetó como correspondía los misteriosos, confusos y desopilantes monólogos de Godard, pronunciados en el estilo característico con el que el cineasta se expresó muchas veces, incluso en algunas de sus películas.

A lo largo de sus charlas (que nunca tuvieron más de quince oyentes) Godard habla de todo. De todo lo que piensa del cine y del mundo, en particular de sus películas pasadas y futuras y, sobre todo, del oficio de hacer cine, con especial consideración por los asuntos de dinero, la eterna preocupación de quien hace un cine independiente que no tendrá un éxito multitudinario. En ese sentido, el libro puede compararse con el de Truffaut: uno expone todo su pensamiento durante veinticinco años, el otro lo expone en catorce conferencias durante algunos meses. Las entrevistas de Truffaut abarcan toda su carrera, mientras que las charlas de Godard en Montreal ocurren a la mitad de la suya. Sin embargo, los dos libros pueden ponerse frente a frente porque dialogan entre sí (aunque muchas veces a los gritos).

La lectura de los dos libros permite entender las diferencias profundas que terminaron separando a Godard de Truffaut. Para todo cinéfilo, además, es una nueva ocasión de hacerse la vieja pregunta: ¿A quién querés más, a Godard o a Truffaut? Antes de que el cine cambiara completa y aceleradamente en este siglo, de la respuesta se podía deducir qué clase de mirada sobre el cine tenía quien la emitía. Es muy posible que el recuento hubiera resultado parejo, sobre todo si al número de fanáticos de Godard se les restaba los que lo odiaron, mientras que Truffaut produjo menos fanatismos pero también menos rechazos absolutos. En este punto, me veo obligado a apuntar que aunque Godard fuera un megalómano y aunque su cine fuera difícil y algunas veces gratuito, hay que decir que fue un cineasta colosal, un genio aunque la palabra esté demasiado manoseada. Y aunque Truffaut hizo películas más que decorosas (no hay muchos directores de su época de los que se pueda decir eso), aunque sus reflexiones sobre el cine sean inteligentes y valiosas, fue un cineasta de menor estatura, al que el tiempo no le jugó del todo a favor. Aunque nunca se sabe…

Dicho esto, hablemos de los libros que para eso vinimos. Son una herramienta incomparable para describir ese paulatino divorcio estético e ideológico entre los dos cineastas más famosos de la Nouvelle Vague. La bronca que habían llegado a tenerse en 1980 pone en evidencia que buena parte de lo que declaraban en esos años Godard y Truffaut eran respuestas indirectas de uno al otro. Es más, ambos se sentían amenazados por el ex amigo, por el camarada de redacción de los Cahiers du cinéma, por el compañero que los ayudó en la producción de sus primeras películas, por el que peleó codo a codo contra el despido de Henry Langlois de la Cinemateca Francesa. ¿Qué pasó entre ellos? En su libro Godard menciona "un problema de dinero", pero atribuye la pelea a su rechazo por la deshonestidad de Truffaut cuando oculta en el argumento de La noche americana que el director (interpretado por Truffaut) había tenido un affaire con su estrella Jacqueline Bisset en la película que se está rodando dentro de la película. Una razón más bien endeble, pero la de Truffaut no está clara tampoco. Dice que Godard lo llamó por teléfono para pedirle dinero para hacer doce películas con los obreros de una fábrica y que él le dijo que no lo iba a ayudar, no porque no pudiera sino porque no quería.

Entre la amistad y la enemistad profundas pasó algo de índole histórica: mayo del 68, que aunque visto a la distancia fue más bien un espectáculo de fuegos artificiales, produjo un cimbronazo indudable en la clase intelectual francesa. A Godard le agarró por sentir culpa frente a su pasado de hijo de burgueses suizos y se vio obligado a hacerse militante y, lo que es peor, a hacer un cine militante. De ahí su participación en las marchas maoístas pero también su asociación con Jean-Pierre Gorin (a quien años después le escuché decir: "Yo fui la Yoko Ono de Godard"). Godard siempre había despreciado las películas "comprometidas", pero intentó hacerlas de otro modo. Es decir, de encontrar un cine político que respetara la verdad —la verdad histórica, política, artística— y que se hiciera cargo del contraplano que muestra a los cineastas ante los sucesos que aparecen en la pantalla y también a los espectadores. Godard se radicalizó, se volvió un izquierdista que hacía películas deliberadamente minoritarias en las que quería implicar en la realización a obreros y combatientes (esa idea que horrorizaba a Truffaut). Quiso empezar de nuevo con el cine y casi logra que el cine termine con él. Las charlas de Montreal lo sorprenden en un momento bajo de su carrera: siente que sus experimentos políticos fracasaron, que los subsiguientes experimentos estéticos sufrieron un gran rechazo, que no sabe cómo conseguir dinero para seguir filmando y tampoco sabe exactamente qué filmar. Mientras tanto Truffaut, al que la Wikipedia define como el cineasta francés más popular de todos los tiempos, tiene un éxito enorme con El último subte, una película mediocre. Desde Sin aliento, ninguna película de Godard había dado dinero.

Es curioso que Godard, traicionado por la ideología, haya perdido el rumbo exactamente después de La chinoise, una película excepcional, visionaria y entretenida, en la que tomaba distancia de lo que vino después. Sin embargo, en este libro amargo, oscuro y por momentos llorón, hay algo conmovedor. En sus angustiados y caóticos monólogos, Godard parte de dos ideas. Que el cine necesita ser repensado y que después de veinte años de hacer películas empieza a entender cómo filmar. Así avanza a tientas y llega a enunciar ideas absurdas o disparatadas (mi favorita es que el aprendizaje de la lectura impide ver las imágenes como se debe y que, por lo tanto, no habría que enseñarle a los chicos a leer, para lo cual los cubanos están en la mejor situación porque viven en una isla). Godard rescata el cine mudo, el cine ruso, quiere escapar de la hollywoodización del cine entendida como un juego de corporaciones. En la desesperación por filmar se da cuenta de que sus aliados son la televisión y el video, que le permiten grados de libertad que el cine convencional desconoce. Mientras Truffaut despotrica contra el video y la televisión, hasta contra el color, contra el documental y contra la costumbre de filmar en la calle, Godard celebra la tecnología. Su obra de los últimos años, corealizada con su mujer Anne-Marie Mieville, mezcla formatos, soportes, temas y produce imágenes de enorme belleza. Con el tiempo, Godard saldrá bien parado del pozo que se adivina en las charlas de Montreal e iría alcanzando el grado de celebridad que lo acompañó en sus últimos años, los años en los que las universidades (donde se lo veneraba) se hicieron cargo de la formación y la opinión cinematográficas, los años en los que desde su empresa productora filmaría todo lo que se propuso, los años en los que convenció a la Paramount para que pagaran todos los derechos de los fragmentos cinematográficos y musicales que cita en las Histoire(s) du cinéma.

Godard resultará longevo y Truffaut morirá pronto. El diferendo entre ambos lo resolvió la biología. Pero también Truffaut tenía miedo, envidia y rencor con su ex amigo. Su historia era otra. También lo perseguía una culpa, la de haber sido testigo de una Ocupación que resultó poco traumática para su familia. Siempre supo (y lo dice en el libro) que para el mundo del cine —y especialmente del teatro— París bajo los nazis fue un momento de esplendor aunque al mismo tiempo se llevaran a los judíos a los campos. Para los franceses esa fue siempre una verdad insoportable con la que Truffaut de algún modo cargaba. Por otro lado, mientras que Godard no hizo nunca referencia a su infancia, toda la obra de Truffaut remite a ella de un modo u otro. Si Godard intenta vías a menudo absurdas para hacer la revolución, después del 68 Truffaut se vuelve cada vez más conservador: se encierra en su sistema de producción tradicional y, aunque sus películas varían y nunca se repite, tiene terror de darle la espalda a los espectadores (mientras que a Godard parece estimularlo el filmar para unos pocos). Por eso, hacia el final del libro, lo vemos renegar de Disparen sobre el pianista, su película más osada y su mayor fracaso de taquilla (emparentada, además, con las primeras de Godard).

Tal vez lo más interesante del discurso de Truffaut sea su fidelidad a un modo de entender el cine que alguna vez compartió con Godard. El cine que descubrieron con la llegada de las películas americanas después de la guerra y que con una profundidad y una lucidez rara vez alcanzada en la historia de la crítica analizaron en los Cahiers du cinéma. Si hay un punto en el que coinciden Truffaut y Godard es en la admiración por Hitchcock, modelo de cineasta en un principio ignorado por la crítica y que ellos contribuyeron a elevar a la categoría de gran autor y maestro. Claro que si Godard admira la destreza de Hitchcock, su comprensión del arte cinematográfico, su habilidad para manejarse frente a los productores, Truffaut quiere ser como él: producir golosinas geniales a partir del artificio como una manera de decir que la verdad adquiere gracias al cine un estatuto novedoso y particular asociado a lo que se considera pequeño. Así, Truffaut alternó comedias con dramas, películas más realistas con otras puramente fantasiosas, historias íntimas con otras de gran elenco, piezas de época y contemporáneas, films muy escritos y otros más improvisados. Godard filmaría Éloge de l'amour pero Truffaut haría una y otra vez películas de amor destinadas a conmover a la audiencia.

Godard y Truffaut descubrieron que en Hollywood había un tipo de cine, el de Hitchock y Hawks, o el de la serie B, que por mantenerse dentro del género, tener un presupuesto bajo y una moral que distinguía el engaño mediante las imágenes del fraude con las grandes palabras, permitía al director ser libre y encontrar la máxima sofisticación artística porque nadie entendía bien lo que hacían. Un cine que, salvo raras excepciones como la de Renoir, nunca se había hecho en Francia. Truffaut y Godard empezaron intentando hacer ese cine, acaso más Godard en Sin aliento que Truffaut en la autobiográfica Los 400 golpes. Pero mientras Truffaut se dedicó a perfeccionar su propio sistema, Godard intentó desde el principio salirse de él hacia territorios inexplorados en materia de temas, de formas, de contactos más estrechos con la realidad de la guerra, de la pareja o del propio funcionamiento del cine. Allí se encontró con un abismo y con una tarea de una ambición que le estaba exclusivamente reservada. El discurso de Montreal es el de alguien que quiere explorar los límites del cine e incluso ir más allá, desde una convicción que siempre disimuló detrás de cierto dandismo intelectual pero que podría resumirse en la idea de que nunca nos enseñaron cómo era el mundo y al cine le tocaba la misión de descubrirlo. Las entrevistas de Truffaut, en cambio, parten de la idea opuesta: la de que los sentimientos nos permitieron entender lo fundamental pero poco a poco lo estamos olvidando. Lo curioso, y eso es lo que estos dos libros permiten entender, es que hubo un momento de la historia en el que esas dos ideas eran la misma porque la cinefilia era la forma más depurada de la democracia.