Testamento 27 Sep 2025
Ideas | La Nación | Marcelo Sabatino
La parábola artística y vital del polaco Witold Gombrowicz (1904-1969) es única. Conocido en su país como autor de vanguardia por Ferdydurke (1937), estaba de viaje por la Argentina cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Permaneció más de veinte años en Buenos Aires (y Tandil) donde siguió construyendo una obra apenas leída entre exiliados polacos parisinos.
A comienzos de los años sesenta, una vez redescubierto, volvió a Europa. Fue en Francia, sobre todo, donde su fama creció exponencialmente, en gran medida gracias al impulso del crítico Dominique de Roux. Fue él quien le propuso, a un Gombrowicz ya enfermo y próximo a la muerte, realizar las grabaciones y diálogos incluidos en Testamento, que ofician de autobiografía y complemento a sus monumentales (e inclasificables) diarios.
Libro conmovedor, marcado por el famoso desparpajo de Gombrowicz, Testamento lo retrata de cuerpo entero.“¿Tengo que contarle mi vida en relacion a mi obra? No conozco ni mi vida ni obra. Arrastro tras de mí el pasado como la vaporosa cola de un cometa y en cuanto a mi obra es poco lo que sé, muy poco”, dispara desde el inicio.
Afecto a la pose genial, defensor de la inmadurez, Gombrowicz hace, sin embargo, todas las escalas posibles, y también deja sus apuntes, claro, sobre su polémica estancia argentina y un famoso desencuentro. “Borges y yo estamos en las antípodas”, dice sobre el autor de “El Aleph”. “Él está enraizado en la literatura; yo, en la vida; yo soy en esencia antiliterario”. No es todo lo que dice: al lector le toca descubrirlo.